domingo, 30 de diciembre de 2007

Espinela del renacimiento (Décima)


Creía tener lo que quería
casa, carro y televisión
pero en el corazón
un vacío yo tenía.
Hasta que llegó el día
en que pude conocerte,
pues descubrí que tenerte
era lo que necesitaba
y no los bienes que ostentaba
y alardeaba abiertamente.


Al principio tuve miedo
de lo que adentro sentía
y a mí mismo me decía
“amar a otra no puedo”.
No podía estar más ciego
vivía tan engañado,
en un mundo idealizado
donde lo único que había
era una casa vacía
sin pasión ni desenfado.


Hasta que llegó el día
en que nuestro amor surgió
y con su poder trascendió
tu cadena y la mía.
Hoy soy tuyo, tú eres mía
y vivimos plenamente
lo que en época reciente
era incapaz de comprender:
que la suma hombre-mujer
es igual a “llama ardiente”.


Y estoy seguro, mi amada,
que juntos lo lograremos:
con nuestros hijos seremos
una familia soñada.
Un hogar, una morada
será el próximo paso.
“Ellos” que no insistan, no hay caso,
no dañarán nuestra unión.
lo decreto: en esta relación
no habrá dolor ni fracaso.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Soledad (o este maldito sabor que no me deja)


Es de noche y no puedo dormir, tengo en la boca un sabor extraño, cobrizo. Que triste es ese sabor. El gustillo de la saliva que se descompone en la boca de tanto estar callado, de “tanto no tener” con quien hablar, de tanto estar solo, desierto. Aunque estar sin compañía no es tan malo, al menos no tienes que esperar por el baño ni hay quien se alarme por la tapa del excusado levantada, no tienes que hacer nada por quedar bien con alguien, todo lo haces por ti y para ti mismo: cocinas, te bañas, duermes, haces zapeo, flipeo o grazeo a tus anchas.

El aire acondicionado está frío, gracias a Dios. Me gusta cuando la habitación está helada porque siento que estoy en un ambiente espectral, como yo mismo. No hay nada que ver en la tevé… maldito sabor en la boca, déjame en paz, me harás desprenderme de las sábanas. Tengo sed. Tal vez si bebo agua logre apaciguar dos cosas a la vez: la resequedad de mi garganta y ese absurdo sabor a soledad que llevo pegado del paladar. Eres un bastardo, sinsabor.

Soledad. Una sola palabra, mil y tantos sentimientos. Dice el diccionario entre tus definiciones que eres una 4. “Tonada andaluza de carácter melancólico, en compás de tres por ocho”. 5. “Copla que se canta con esta música”. 6. “Danza que se baila con ella”. Soledad, eres música y hoy mi vida es una orquesta con coro y danzantes, toda una ópera.

Pero esto no es una queja. Si estoy solo es porque así lo quiero. Al menos lo estoy porque no hay nadie conmigo. Peor es estar solo auque se viva rodeado de gentes, aunque se comparta la cama con alguien, aunque se viva en una casa de diez habitaciones, todas llenas. Es peor esa soledad, aunque seguramente así no se llega a tener este insoportable sabor que hoy me agobia, pero ya se irá.

Que bueno es estar solo, y que triste es este sabor. Pero ya se irá.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Mostro

I

... Tono del teléfono...

- Padre...
- ¡Hiiiijo!
- La bendición papi.
- Dios te bendiga, hijo. ¡Veerga! Ya vos no me llamáis, vos nomás queréis a tu madre.
- Vos si exageráis. Mirá, ¿cómo te sentís de tus males? Me dijo mi mamá que te quedaste dormido manejando. ¿Cómo fue eso?
- Bueeeeej!!! Vos sabéis que yo siempre me paro tempranito, antes de las siete, y doy una vuelta a ver si hago unas carreritas. Ayer salí y cuando me paré en un semáforo me quedé dormido y ni cuenta me di, me despertaron los carros de atrás tocando corneta. ¿Habéis visto esa verga?¡Nojoda! Hijo, esta medicina del coño me tiene mal, ya no aguanto más.




y II




Alto, fuerte, cabellos plateados y frente amplia; manos grande y ordinarias, ásperas por el trabajo manual que en el transcurso de su vida ejecutó construyendo sus hogares; voz grave siempre en altos decibeles, de grito fácil; inteligente, definitivamente astuto… de sentido del humor inagotable, a veces sarcástico, a veces odioso, pero sentido del humor al final. Un sentido de la gracia que sólo se vio opacado en los últimos días de la guerra, cuando sus enemigos –muchos de ellos vencidos en el pasado- se reunieron en contubernio para ganarle lo que por separado no podían, y aún unidos no lo lograron.

Luchó solo: sin hoplitas, sin dory, xifos ni kopis; sólo una armadura construida con una aleación conformada por una mezcla de ganas de seguir viviendo, con nietos mingones e hijos con amor indubitable y, tal vez, de miedo a las sombras del Hades, ese destino de todos que desde siempre lo intrigó.

El primero que intentó doblegarlo, y casi lo logra, fue Neisseria meningitidis: un demonio que lo atacó atravesando con una flecha el casco de su armadura produciendo una herida progresiva que le invadió el cerebro y le recorrió la espalda por la espina dorsal. El veneno en la saeta lo hizo caer en el delirio de no coordinar sus ideas y perder el dominio del intelecto. Tras varios días de una riña sin cuartel, los facultativos decidieron dar su veredicto: “No hay recuperación”, dijeron. No podían estar más equivocados, y de eso se enteraron el día que, desde la Unidad de Cuidados Intensivos, él se levantó pidiendo algo de beber y exigiendo volver a casa. El Mostro rugió, volvió de los brazos de la muerte, primera batalla salvada.

Iracundos por el fracaso, los enemigos de Mostro asignaron la tarea de vencerlo a una especie demoníaca aparentemente infalible: Plasmacitoma maligno. Le ordenaron que le minara el esqueleto y eso hizo. Se metió en su sistema clavando su alfanje a traición por la espalda, dejando varios tumores en la médula ósea infectándolo. “Mieloma múltiple”, dijeron los de blanco, para luego invadirle el cuerpo con sustancias abrasivas que lo llevaron al borde más extremo del dolor y la agonía. Nunca dieron una esperanza firme de recuperación, pero Mostro resistió y un día cualquiera volvió a sorprender con un diagnóstico inesperado: las células excesivamente multiplicadas por aquel ser del averno en su afán por derrotar la fuerza del guerrero, habían vuelto a la normalidad. Segundo encuentro cara a cara con el óbito, segunda victoria, segundo renacimiento.

“Es de corazón fuerte”, descubrieron los siervos de Lucifer quienes decidieron enviar ante la presencia del Mostro a Aneurisma aórtico torácico, un vengativo y oscuro ser que intentó fundirle la mayor arteria del cuerpo con un solo golpe de su alabarda infectada de ponzoña. Tras un ataque desde el cielo, Mostro volvió a la UCI, los galenos, como si no supieran imprimir esperanzas, lo volvieron a desahuciar y se volvieron a equivocar, siempre lo hacen. Más sensible y debilitado sí, pero vivo y con la convicción de que aún no era su hora, él regresó. “¿Cuántas vidas me quedan?”, preguntó… “Pocas”, respondió preocupada Bichi, su ángel guardián. “Eso es suficiente”, sentenció él.

Los años siguieron pasando, las aguas corrieron bajo los puentes, las hojas del calendario se fueron desprendiendo y él seguía en esta vida a pesar del deseo de los demonios de arrastrarlo a la oscuridad. Cuando creyeron que Mostro estaba desprevenido, mandaron una nueva atacante: Úlcera gástrica. Ninguno de los anteriores fue tan sanguinario, tan maligno… Ninguno lo llevó tan cerca del borde de la muerte como ella, ninguno lo hizo sufrir tanto. Se le alojó en el centro del cuerpo y desde allí comandó la estrategia. La bestia hematófaga comenzó a secarle la sangre, la cual se le iba en incontables emesis y evacuaciones. Nunca antes Mostro se había visto tan cercano al final, pero no se entregó a pesar de la reiterativa y nuevamente equivocada sentencia médica de una muerte segura. Aunque nadie lo esperaba, volvió a ganar, volvió a renacer.

Y así era él: porfiado. Las cosas se hacían a su medida, a su discreción, al punto de que en 2007, la madrugada del 98º día del año del Calendario Gregoriano, mientras en Nazareno resucitaba, Mostro se despidió de esta dimensión poco después de tomar un baño, afeitarse y recostarse en su lecho para cerrar los ojos y no abrirlos jamás. Hizo el viaje (ese que no tiene retorno) sin cables ni mangueras, sin cardiógrafo ni vías, sin olor a trementina ni concierto de batas pesimistas. Sólo se durmió, partió al descanso merecido, ganó.





A la memoria de mi padre
Luis Ernesto Urribarrí Ludovic (25/8/1940 – 8/4/2007)

domingo, 28 de octubre de 2007

Lecho de titanio





ADVERTENCIA: El siguiente es un relato ERÓTICO que por su contenido y vocabulario puede herir susceptibilidades en algunas audiencias. Es considerado como un trabajo literario para el cual se usaron ciertos recursos del lenguaje con el fin único de ilustrar el ambiente, y es extraído, en parte, de la ficción. Si no tiene problemas para leer este tipo de material siga adelante, si no, puede obviar este post y esperar el siguiente trago, ya que no todos contienen una orientación sexual. Gracias, el autor.

P.D. "A los ojos verdes como aceituna, que robaban la luz de la luna de miel en un cuarto de hotel, dulce hotel".
Joaquín Sabina

No puedo creer lo que me pasa con Víctor. Es impresionante cómo con tan sólo decirme que viene por mí me humedezco, me excita, me desespero por tenerlo dentro de mí. El corazón se me va a salir, lo siento latir en mis partes. Su trabajo queda cerca de mi casa, muy cerca. Son… qué sé yo, diez minutos cuando mucho; pero esos seiscientos segundos me enloquecen como si fueran un millón.

Nunca había sentido esto por nadie, en verdad. Ni siquiera por Jaime, mi primer novio, mi primer amor, mi primer hombre. Ese que se llevó aquello que las mujeres tanto guardamos, quizás tontamente, pero que mientras lo tenemos es tan valioso y cuando lo damos nos preguntamos por qué esperamos tanto. Aunque yo no esperé “tanto”. Cuando estuve con Jaime, mi primera vez, pensé que su miembro era el más grande del mundo, hasta lo creí anormal. Él se regodeaba de su “grandeza”. Que mentiroso fue, no era grande nada, pero no lo supe hasta que me empaté con Marcos, a quien paradójicamente conocí a través de Víctor.

En aquellos días Víctor estaba con Mariana, mi amiga de la universidad, la tonta esa. Ahora sé que es una estúpida por haber dejado escapar a ese hombre, pero a la vez me alegra que lo haya soltado. Realmente nunca pensé que íbamos a acabar así, envueltos en esta lujuriosa relación, a veces depravada, pero siempre placentera, plena. No lo pensé, ni siquiera cuando terminé con Marcos y llegué triste a casa de mi amiga un domingo en la mañana y le pedí que me prestara el baño. Él estaba ahí, en la habitación: desnudo, con su falo a media asta y todavía palpitante, goteante. Dormía frente al televisor encendido después de haberse cogido a Mariana hasta hacerla pedir tregua, tal como ella misma me lo confesó. Eso sí es grande, grande; lo más grande que haya visto en mi vida, y lo más intenso que hasta ahora se ha metido entre mis piernas. Pero en ese entonces no me lo imaginé, tal vez porque seguía enamorada de Marcos.

Al imaginar las cosas que pudo hacer con Mariana la entrepierna se me hace agua. Conocerlo tan detalladamente me hace volar la mente. En verdad se deben ver hermosos los dos haciéndolo porque él es lindo, sensual, masculino. Y ella, no se le puede quitar, es bella. No me cuesta reconocer que un poco más que yo, aunque mis ojos color de aceituna, mis tetas de silicón, mi pelo negro, liso y largo, mi cintura de 58 centímetros, vientre plano, mis caderas talladas y mi culito torneado no tienen nada que envidiarle a ninguna.

Tal vez lo que me ata a él es su madurez, como me trata, me halaga, me llena de piropos originales, me habla mientras me penetra y nunca para de besarme toda. O quizás son las locuras, lo atrevidos que somos cuando queremos hacerlo, que es todo el tiempo. Como aquel día cuando se “jubiló” de la oficina alegando una emergencia y todo lo que deseaba era tenerme. Estábamos comenzando. Llegó al frente de mi casa sin avisarme que vendría y, sin bajarse del carro, me llamó al celular para que me asomara a la ventana. Yo estaba en mi habitación en el segundo piso, corrí la cortina y miré a través del vidrio. Me dijo que tenía el miembro parado y lo había sacado del pantalón. Que se masturbaría estacionado allí mientras me observaba, aprovechando que el papel polarizado en los vidrios de su carro no permitía, ni de casualidad, que una mirada allanara el interior de su “nave”. Jugamos un rato a tocarnos en la distancia, yo arriba sin poder observarlo a través del titanio y él abajo, disfrutando del jugueteo de mis dedos en las puntas de mis pezones. No aguanté más. Me puse una minifalda y una franelilla, sin ropa interior. Bajé exaltada por la lujuria y me monté en su carro para rogarle que me cogiera. –Tengo el resto del día libre- me prometió, y extendió su invitación a irnos a un motel donde, según sus propias palabras, me haría acabar cinco veces: dos frotando con su lengua mi clítoris, dos penetrando salvajemente mi sexo y una vez metiendo su gigante y palpitante palo en mi culo. Yo le creí, siempre cumple.

Arrancamos hacia la avenida. Al salir a la autopista comenzó a llover, fue como un regalo del cielo. Él sabe cuánto me excita el ruido de las gotas en el techo del carro, el rechinar del limpiaparabrisas, la gente afuera corriendo y yo adentro estremecida, derramando mis jugos sobre la tela de la falda. Hubo un accidente como a tres kilómetros de donde estábamos, lo que provocó una terrible cola. Media hora después de estar prácticamente estacionados, Víctor comenzó a desesperarse y yo decidí calmarlo. Me quité las sandalias y apoyé mis piernas sobre las suyas, a la vez que toqueteaba mis pezones erectos sobre el algodón de mi ropa. Comencé a acariciarlo con esa parte de mi cuerpo que tanto lo excita: mis pies pequeños, blancos, arregladitos. De vez en cuando separaba las piernas para dejarlo ver mi almeja encendida. Su miembro se puso cual estaca, duro, más bien tieso. Al ver su verga me le eché encima, desesperada. Lo tomé con ambas manos y lo acaricié de arriba abajo sin olvidar sus testículos, los cuales besé y lamí de manera circular. Me encanta chuparle las bolas. Él gemía. Fui subiendo la mamada poco a poco, desde la base hasta la cabeza, recorriendo con la lengua cada una de sus venas a punto de estallar, hasta llegar al glande: rojizo, brillante, grueso. Pero no me hago ilusiones, sé que no me la puedo tragar toda, sino un pequeño trozo, lo que me cabe en la boca.

Confiada del titanio terminé por arrancarme la ropa y me le monté encima buscando que me penetrara. Él sonreía cínicamente mientras me miraba cómo, con mis dedos, separaba los labios de mi vagina afeitada para que el clítoris saltara a la superficie, y él me dejó bajar lentamente, muy lento, hasta que su verga llegó al final de mis entrañas. Sentí cómo corrían por todo mi cuerpo pequeñas e intermitentes descargas eléctricas que nacían y morían en mi vulva, mientras su animal se abría camino en el interior de mi coño. Me dijo que la cola de carros comenzaba a avanzar, pero sólo me importaba subir y bajar tantas veces como fuera necesario hasta que el roce de mi sexo con el suyo nos llevara al clímax. Algunas veces miré a los lados, notando a los otros conductores que pasaban a nuestro lado, delante, detrás. Me excitaba mucho el pensar que nos podían ver, pero no nos veían. Cuando el carro estaba totalmente detenido, Víctor aprovechaba para morder mis pezones, lamer mis tetas, besar mi boca, chupar y morder mi lengua y apretarme fuerte las nalgas. Me encanta. Pero definitivamente ese día la protagonista de la historia era yo, la que dominaba el asunto, la que decidía la profundidad de la penetración, la velocidad de movimiento, la duración del coito. Cuando sentí que él estaba a punto busqué mi orgasmo. Estreché mi pelvis contra la suya logrando la penetración más profunda posible, apoyé el clítoris sobre su huesito y comencé a frotarlo lentamente mientras disfrutaba de lo hondo que llegaba su falo. Su volcán hizo erupción. Sentí toda su descarga dentro de mí, sus palpitaciones y espasmos que se confundían con los míos. Yo exploté, grité… lloré. Lo abracé y besé tiernamente. Sentí que lo amaba. Miré un lado y vi al agente de Tránsito parado junto a la ventanilla haciendo señas con su mano anaranjada. Yo, dentro de mi lecho de titanio, tragué grueso el placer de acabar encima de mi hombre y quedar temblando.


Ya llegó, por fin porque ya no aguanto más.

viernes, 19 de octubre de 2007

Infidelidad (o la versión literaria de “La Vecinita”)


Cuando ella empezó a notar que existían otros hombres, definitivamente ya el sexo con su marido la aburría, no la llenaba, le incomodaba; lo hacía porque sabía que esa era su “responsabilidad”, no de gratis se tiene lo que él le da, incluyendo todo eso que la hace lucir espléndida y la convierte en la más deseada del barrio: salón de belleza en el Sambil, masajes, gimnasio, Spa, dietas… silicón y una abultada Louis Vuitton que no hace juego con el escenario, pues esa cartera no fue diseñada para escaleras “cerrícolas” ni superbloque.

Estaba con él más por temor a lo que su hombre le pudiera hacer por dejarlo, que por amor. Esa es la actitud de las –muchas- mujeres que, sabiendo o sin saber, queriendo o sin querer, se unen sentimentalmente a los hombres peligrosos, los que se ganan la vida jugando sucio, amenazando, matando; esos que, cuando son más pequeñas, ellas los ven como los héroes del vecindario, los valientes y “cojonudos” que se echan plomo con “el Gobierno”, ajustan cuentas con enemigos arrasando con sus cañones una calle entera y luego les dicen a las niñas que los observan desde los portones y ventanas con el corazón blandito del miedo, “hola, mamita… uuuuyyy, que bonita se está poniendo la hija de doña equis”. Flechazo: nudo de saliva en la garganta, frío en el estómago y hormigueo en la entrepierna que apenas empieza a asomar los primeros vellos.
Dos semanas después ya se despiertan al lado de ese hombre, rellenas de “amor”.

Pero ya ella creció, ahora sí es una mujer, de él, pero mujer al fin. Se graduó de hembra cuando parió al primero de sus hijos e hizo una maestría con los morochos que vinieron después.
Desde entonces la cama ya no es igual, él, cuando la busca, va directo al grano: ya no le susurra “pendejadas” al oído ni le promete villas y castillos. Ahora llega exigiendo lo que le pertenece, aunque cada vez se lo pide menos, posible indicio de que su hombre ya tiene por ahí otra “pre-púber” que le da más nota. Eso a ella poco le afecta porque, total y a fin de cuentas, según se lo dijo su madre, “los hombres son de la calle, mija, lo importante es que te dé pa’ los muchachos”.

Y así pasaban sus días y sus noches hasta que lo vio: el niño que iba con ella al liceo antes de que su debilidad por los malandros la apartara de los estudios, ese, el blanquito de pelitos parados que se echaba gelatina y se sonreía como en foto de portada de un disco de Menudo… “¡Caramba… ya no es un carajito!, bien bonito que está ese muchacho, mamá. Y es un pícaro, el muy zángano ya me ha echado unos ojazos que me dejan sin aliento”. “Déjate de eso, mija”, replicó la veterana mujer. “Mira que tu con tres muchachos no estás pa’ inventar. Deje quieto lo que quieto está”, sentenció la madre.

Pero cómo se puede dejar quieto algo que no la dejaba tranquila. De día, como por “cosas del destino” el vecino se tropezaba con ella en la panadería, en la bodega de Mercal, hasta en la busetica cuando ella iba a hacerse las uñas se lo llegó a encontrar. Y él, sabiéndose atractivo y tras notar el efecto que causaba en ella, no hacía otra cosa más que procurarla sin considerar que se estaba metiendo en aguas profundas.

De noche, acostada al lado de su marido, ella miraba el techo del cuarto con la vista clavada, sólo imaginándose cómo sería besarle y chuparle “los labios rosados” al muchacho ese, a qué le sabrá la lengua, cómo se sentirán esos dedos limpios y de uñas bien cortadas, qué sensaciones brindará en la nuca y la espalda el rozar de su rostro con barba cortita, cómo será amanecer al lado de su cuerpo formadito, vestido sólo con los interiores de liga gruesa que se le ven cuando se dobla.
Esa misma noche ella se decidió: le va a seguir el juego de seducción a su vecino, “de las consecuencias me preocupo después”, pensó.

Fue cuando ella comenzó a comprarse ropa más atrevida, más atractiva, más sexy, que demostrara aún más cuan buena está y lo mucho que había logrado en el gym y en la camilla del cirujano. Total, a su marido no le molestaba que se vistiera así, al contrario le daba orgullo que el vecindario viera que su mujer es una diosa, y que es de él. Pero ella quería otra cosa, necesitaba, anhelaba quedarse dormida luego de la agitación del fornicio en brazos de otro hombre que no era su marido.

Comenzó el juego de seducción. Como si las apareciera por arte de magia, como si tuviera el talento de Houdini, sacaba cada día una prenda nueva: minifaldas de jean súper cortas y estrechas, tacones que le hacían ver las piernas más esbeltas desde el tobillo hasta sus redondas nalgas, bikinis hilo dental, shorts casi invisibles y blusas cortas o apretadas que dejaban brotar su voluptuosa humanidad. “Gracias Señor por crear a los cirujanos plásticos” (comentario del autor).

El día llegó y ella no lo dejó pasar. Desde la ventana de su casa reconoció que el responsable de sus sueños húmedos estaba cerca y ella le dijo a su familia que saldría a pasear a la mascota. Se puso la ropa más provocadora que, combinada, parecía más bien la fórmula de una sustancia explosiva y letal. Ella se sabe divina, que cuando se lo propone puede parecer una de las actrices de Baywatch, esa, la catirota que luego posó desnuda para la revista del conejito. El vecino, vestido también con camiseta ajustada que dejaba notar sus pectorales y el pronunciado trapecio, se prestó para la exhibición: se pasaron el uno al otro por un lado como montados en una pasarela, se detuvieron, momento que ella aprovechó para tomar suficiente aire para inflar el pecho, movimiento que exageró aún más la talla de su brassier y él, también dotado de un pecho envidiable, le devolvió el gesto. Miraron a los lados y con los cuerpos agitados por la picardía se dieron un corto pero profundo beso de lengua que selló la sentencia.

Sin palabras, sólo con gestos y miradas acordaron la cita que, por cuestiones de logística, debía ser en casa de ella. Esperaron el momento ideal: el marido al “trabajo” y los niños a la escuela. Ella, estando sola, dejó que el intruso de sus sueños invadiera su hogar y su cuerpo. El vecino, como si supiera de antemano que esa sería una cita única, se desbordó de pasión y le hizo lo que ella jamás imaginó ni vio en los devedés quemados de su marido, los de “carne con papas”. La jornada fue apoteósica, llena de orgasmos múltiples con derrames de pasión en la cara, en los pechos en la espalda, en las nalgas... en la boca. Él no paró de usar la lengua mientras duraron los polvos, le lamió hasta el alma. Al final, él se secó los fluidos con las sábanas, se vistió y se marchó para no dejarse ver más.

Lo que los adúlteros no notaron fue que su actitud previa al encuentro sexual fue deducido por algunos, que luego comprobaron su teoría cuando a ella le vieron una singular marca en el cuello. Ella, tratando de disimular lo que ya no podía, se soltó el cabello para tapar el “cuerpo del delito”, la evidencia de su infidelidad. Era demasiado tarde.

Una vecina, de esas que no se callan nada y que cuando no tienen qué contar se inventan una o exageran otra, empezó a regar el comentario del presunto encuentro sexual entre la mujer del “duro” y el catire de la esquina. La bola fue rodando y rodando como madeja de paja arrastrada por el viento; mientras más vueltas daba iba ganando nuevos detalles, algunos ciertos, otros no tanto, muchos verdaderamente exagerados.

Y pasó lo que tenía que pasar: los comentarios llegaron a oídos del marido, ese que lo que dice lo cumple, de eso hay muchos ejemplos en el cementerio. Ante las indagaciones del esposo, ella comenzó a desviar la atención de él hacia otras cosas asegurando que “la gente habla mucho; yo a ese muchacho ni lo conozco; deberías detener esos rumores que nos hacen daño, que debilitan nuestra confianza y nuestro amor; tu sabes que yo te amo y que te lo he dado todo, hasta mi virginidad; yo soy tuya, papi”. Todo esto porque ella sabe que, de confirmarse su aventura, lo último que escuchará será un ¡bummm!... y a la eternidad.

Pero cuando a un hombre lo muerde el gusanillo de la duda y sospecha que su mujer lo traicionó, no se queda tranquilo por muchas pendejadas que ella le diga. “Cuando el río suena es porque piedras trae”, piensa él, por ello, a su juicio, es mejor actuar y sentar un precedente para que ningún hombre que aprecie su vida vuelva a rondar las carnes de su consorte.

El vecino, de manera inteligente, lo que debe hacer es desaparecer lo más rápido posible. Se la hizo a un gangster, a un matón bien apertrechado y con las bolas suficientes para convertirlo en cebiche sin el más mínimo remordimiento y luego llegar a su casa a comerse, sin vestigio de preocupación, las arepas de reina pepiada que le preparó su mamá, quien está de visita.
Y como diría el ratón de las caricaturas, Speddy González “¡Ándale, ándale, arriba! Corre papa, que son poquitos los que de una emboscada escapan... Bórrate del mapa, antes del rapapapá”.

Para finalizar quiero dejar una frase llanera que recoge en pocas palabras la moraleja de este relato, basado en un reggaetón de Vico C y en muchas historias verdaderas:

Anda vivo y hiede a muerto el que ama a mujer casada. Carga la mortaja en el anca y la urna arrebiatada”. FIN