miércoles, 3 de diciembre de 2008

Troncal 11

Advertencia: El siguiente es un relato erótico. Su contenido podría ser ofensivo para algunas audiencias, por lo cual, si se siente sensible a este tipo de vocabulario y recursos literarios, le invito a dejar de leer.

Atte: El Cantinero



Siento en mi pecho tu pecho, el latir de tu corazón desbocado; el resoplar de tu respiración agitada en mi cuello, cerca del oído; veo correr por tu nuca y bajar por tu espalda finas gotas de sudor que se deslizan hasta la redondez de tus hermosas nalgas, posadas sobre mis piernas; tus muslos casi envolviendo mi humanidad; y en la profundidad de tu coño siento los espasmos de tu orgasmo, asimétricos como tus gemidos, que exprimen hasta la última gota que mana de mi falo rígido, que se sacude dentro de ti, electrizado. Clímax simultáneo. Resuello. Jadeo. Tu lengua invade mi boca, la mía envuelve a la tuya. Una mirada profunda, cara a cara, donde a través de los ojos y sin hablar nos decimos “¡te amo!”.


Luego observamos a través de las empañadas ventanillas del carro el verdor del campo. Un camión pasa por la carretera, raudo. El carro se mece. Reímos. Todo empezó veinte o treinta kilómetros atrás. Viajamos por la Interestatal 9 hacia tu pueblo. La mañana es fresca, soleada. Al tomar el desvío por la Troncal 11, la vía se hizo más angosta, la vegetación más abundante, el paisaje más natural. La música era acorde con el paseo, 90 kilómetros por hora eran más que suficientes. Apoyé mi mano sobre tu pierna, con picardía. Fui acariciándola lento, fuerte, sobre la tela de tu jean celeste. Poco a poco llegué a donde quería y sentí tu fuego en mis dedos juguetones que, impacientes, se arremolinaban en tu rincón divino.


Mi garganta comenzó a cerrarse, el corazón a latir fuerte, yo sentía el tuyo en tus genitales, los míos latían debajo de la ropa. Solté el botón de tu pantalón y luego bajé el cierre. Vi el turquesa de tu ropa interior. Suspiro. Sístole, diástole. La velocidad del carro bajaba. 70 kph. Te acercaste a mi oreja y la besaste, la lamiste, mientras me devolvías las caricias, te toqueteé las nalgas metiendo mi mano entre tu jean. Apartando el delgado “hilo dental”, sentí de nuevo el fuego abrasador, cada vez más ardiente de tu entrepierna. Tu humedad. Destapaste mi pantalón con ansias y sacaste al animal de su encierro. Noté que lo miraste con lujuria, como si fuera la primera vez. Examinaste de cerca los 24 centímetros de hombre que luego metiste en tu boca ávida, asumiendo la posición propicia para que, mientras me lo chupabas, lamías, besabas e intentabas tragarte de un bocado, yo estimulara con mis dedos esa cosita tuya tan especial, tan húmeda, la perfecta anfitriona de mis deseos.


No sé si te lo he dicho, pero nunca me habían hecho sentir lo que tu logras en mi intimidad con tu boca. Me encanta cuando intentas -sin lograrlo- tragarlo todo. La tibieza del evento, tu suave lengua y sus movimientos, la presión es perfecta -ni mucha ni poca- justa, la velocidad ideal, la mágica punta de tu lengua que siempre sabe dónde posarse. Los movimientos con tus manos, una danza de placer oral. 50 kph, la carretera es nuestra.


Dentro del carro se respiraba sexo, deseo. No aguantamos y decidimos detenernos. Rodamos un poco más, tocándonos, agitados, hasta que vimos el lugar perfecto: una intersección con un camino de tierra, árboles frondosos con buena sombra, cómplice, que ocultaban bien el vehículo. Sólo una antigua valla donde apenas se leía “ El Gua...”. 0 kph. Estábamos a un lado de la Troncal y nadie nos podía ver. Allí nos quitamos las ropas agobiados por el deseo, encendidos en lujuria, un poco atemorizados por la posibilidad de ser descubiertos. Nos entregamos a nuestras bocas, a la estimulación buco-genital mutua. Te penetré con mi lengua, con mis dedos. Tu gemías, besabas, chupabas, resollabas, hasta que entré en ti con toda la furia de mi sexo. A cada milímetro de penetración sentía cómo mi falo iba abriéndose camino en tu divino ser.


Vi tus ojos brillar, tus pupilas dilatadas. Sentí el ardor de tu fuego fusionarse con el mío, y nos soldamos en pasión. Clímax simultáneo. Resuello. Jadeo. Tu lengua invade mi boca, la mía envuelve la tuya. Una mirada profunda, cara a cara, donde a través de los ojos y sin hablar nos decimos “¡te amo!”.

martes, 25 de noviembre de 2008

Correspondencia

Hola, ¿cómo estás?

Te escribo esta carta porque, haciendo un ejercicio de mea culpa debo reconocer que últimamente no hemos tenido la mejor de las comunicaciones, al punto de perderla por completo y, reconozco, que en gran parte es por mi culpa, por el desespero y la profunda tristeza que me causó nuestra ruptura, lo cual me nubló la capacidad de ver las cosas de una manera más clara, menos enrollada, lo cual conllevó a este mutis asfixiante.

Creo estar seguro de que no quieres saber nada de mi vida, aunque contigo nunca nada era seguro (y eso me encantaba de nuestra relación) y en nuestra última comunicación te dije, lleno de ira, que nunca más sabrías de mí. Terrible error, más que un error es una mentira, porque, hoy día, comprobé de forma científica que para algunas cosas aún te necesito, aunque sea para decirte que cambié la marca de crema dental.

También cambié algunas cosas en "El Palomar", pensando en que quizás a ti te gustaría, aunque en el fondo a mí me gustan más así: Ahora los cortes de carne los guardo en porciones dentro de bolsitas herméticas, siempre hay hielo en el congelador, compré finalmente la tablita para cortar y los ganchos para colgar la ropa que tanta falta hacían en el closet. Me quedó el gusto por el queso crema y la pasta corta y finalmente compré el enjuague, ese y que huele a tango, y que tanto querías probar en nuestra ropa. Sigo viendo Fear Factor, imaginando que tu haces lo mismo. Por cierto, antes de que lo olvide, aún conservo tu paquete de masa de pastelitos, el que le compraste a JP y se quedó en mi refrigerador. Allí estará, porque, por decir la verdad, no tengo el valor de freírlo porque sería como acabar con un recuerdo suyo.

También me gustaría decirte, aunque no estoy seguro de que te resulte importante saberlo, que mi cama siempre está tendida, los platos limpios y que el conserje no ha arreglado aún la estufa. V siempre me pregunta por ti y por JP e insiste en que vayamos a visitarlos. Como entenderás he tenido que arreglármelas para sortear esa situación con ella, y creo que deberá ser así hasta que, algún día, si es que a caso pasa, ella los entierre en su recuerdo de forma definitiva, o simplemente crezca y comprenda toda esta situación. Ahora paso muchísimo más tiempo con ella y ha sido de gran ayuda, una excelente compañía y aunque parezca exagerado, dentro de su inocencia también ha sido una perfecta consejera. Tenemos un nuevo saludo, nos encanta usarlo delante de la gente que nos mira con el rabito del ojo mientras nosotros nos reímos con complicidad.

Del trabajo no hay mucho que decir. En el periódico todo sigue igual y en la universidad tengo un excelente grupo de alumnos, más de cincuenta (casi sesenta) a quienes me encanta aterrarlos y al mismo tiempo consentirlos, ya sabes cómo soy, me paso de pana. Retomando un poco el inicio de esta carta, quiero tomar la iniciativa y, nuevamente, ofrecerte disculpas por mis torpezas y mi falta de delicadeza para muchísimas cosas, tal vez la mayoría de las cosas, pero aún así, pienso (estoy convencido) que, después de dos años amándonos hasta el tuétano de los huesos, de las formas más extremas y alocadas, de darnos tantas cosas y de compartir hasta el cepillo de dientes, no entiendo cómo podemos dejarlo todo a un lado y desperdiciar la posibilidad de seguir contando el uno con el otro, de continuar la relación con la cual comenzamos a conocernos y que tanto me esmeré en cultivar. Nuestra amistad.

Porque, ciertamente ya no podemos ser pareja, amantes, novios; pero no sé por qué tenemos que terminar con lo que, finalmente, fue lo más lindo que hubo entre nosotros: justamente nuestra amistad. Sí, nuestra amistad. Porque ¿sabes? Haciendo un balance del tiempo que compartimos juntos, me di cuenta de que las grandes cosas que hice por ti (si es que alguna se puede catalogar de grande) fueron por la amistad, y creo que lo mismo fue de tu parte, que cada cosa inmensa que recibí, las recibí de la mejor amiga que he tenido, tan buena que, sé, a ciencia cierta, que un buen tiempo me amó apasionadamente y me dedicó grandes experiencias, y compartió conmigo sus más importantes sueños y logros, esa con quien, en contra de todo pronóstico, era capaz de volverme a casar aunque un día juré no volver a hacerlo.

Sólo me queda despedirme, deseándote que sigas siendo la mejor en lo que tu sabes serlo, porque dentro de mí lo seguirás siendo para in sécula seculórum.

lunes, 20 de octubre de 2008

VBG-543

Empezaré por el principio. La primera vez que me enamoré corría el año 1988. Sólo tenía 15 años, o al menos esa fue la cuenta que saqué segundos antes de escribir estas líneas. Debe ser así, porque aún usaba camiseta celeste, estudiaba tercer año de bachillerato en el Liceo Rafael María Baralt, allá en mi Maracaibo natal. Me flechó una chica que, un día de tantos, vi acercarse a la parada donde tomaba el transporte público que me llevaba al liceo. Es (todavía existe) una parada de esas donde se estacionan varios “carritos” a esperar que lleguen cinco pasajeros para iniciar la ruta, sin horario, la única regla es que hayan cinco pasajeros.

Habíamos cuatro, yo estaba en el asiento delantero y los tres puestos de atrás estaban completos, es decir, faltaba sólo un pasajero. Eran, quizás, las 6:30 de la mañana. Vi cuando esa chica caminaba a la parada y ¡ZAZ! Me cautivó. En serio que la cosa fue mágica, así como se la pintan a uno en las telenovelas baratas. La vi y tragué grueso, el corazón se me aceleró y sentí como que el rostro se me acalambraba. Suena exagerado, pero así fue, exactamente.

Caminaba acompañada de otra muchacha tan linda como ella, mayor que ella, cuenta que se saca fácil cuando notas que una (mi amor) vestía franela celeste y la otra (quien resultó ser su hermana) llevaba una chemise beige. Más subieron mis pulsaciones cuando noté que se dirigían a la parada, o, lo que es lo mismo, necesitaban tomar el mismo “carrito”. ¡Uff!! Le rogué a Dios que se subieran al transporte donde yo iba, pero había un problema: sólo quedaba un puesto. Dadas las circunstancias, mi ruego pasó del Todopoderoso hacia el chofer, para que las dejara montarse y compartir el estrecho espacio que quedaba en el carro.

Así fue. Hoy, 20 años después, recuerdo claramente aquella sensación de obnubilado y atontado que sentí durante poco más de cinco minutos: su aroma de recién bañada y perfumada, el roce accidental de su piel trigueña, el color de su cabello, muy oscuro, muy corto, recto a nivel de las orejas y la base estaba cortada en degradé. Era un corte de cabello que estaba de moda, por una telenovela llamada Niña Bonita (Rudy Rodríguez). También recuerdo la sonrisa de complicidad que compartía con su hermana.

Fue un flechazo fuerte, emocionante, estremecedor. Al bajarnos en nuestro destino las seguí a ver si iban al mismo centro educativo que yo, puesto que junto a mi liceo quedaba otro. Quería comprobar dónde estudiaban. Pues entraron al Baralt, otro centellazo. Casi saltando entré al salón de clases y les conté a mis más cercanos compañeros lo que me acababa de suceder, la describí a ella y a su hermana y me dispuse a encontrarla. No fue fácil, en un liceo con una matrícula cercana a los 2.000 alumnos. De hecho, no la encontré a ella primero, sino a su hermana, un par de días después de recorrer sin éxito una sabana de aulas y laboratorios. Fue casualidad, digo yo, cuando fui a los salones del 4to año a visitar a un amigo y allí estaba ella, la hermana, linda, con una cola sosteniendo su cabellera, teñida de castaño claro y un montón de cositas de metal en los dientes.

Me quedé pasmado unos segundos y le pregunté a Juan Carlos Zambrano (mi amigo) por la muchacha: “Se llama Marielkis”, dijo sin inmutarse, así, tal cual como él es: inmutable, parco. Le conté mi historia “telenovelesca” y me dijo que me ayudaría. Después de eso la ubiqué más rápido. Su nombre es Mairene Betzy Ferrer Santos, estudiaba primer año de bachillerato, es decir que en ese entonces tendría 12 o 13 años, ¡y que bien distribuidos los tenía!

Desde ese día, cuando la vi a través de la puerta abierta del aula donde ella veía clases, prácticamente no me moví de ese lugar. Ni siquiera cuando, pocos días más tarde, sin habérmele acercado siquiera, supe que uno de mis mejores amigos, Nurvik Villalobos, ya le había tendido su infalible red y ella le había dado el sí. No había reclamo posible, yo sólo se la había descrito y él no sabía que se trataba de la misma muchacha. Mairene, mi primer amor y casi de inmediato mi primer desamor. Pero como en esa época el enamoramiento es del tipo “idealizado”, pensé en que, con tenerla cerca, verla, hablarle, para mí sería suficiente. Un “enamoramiento pendejo”, diría mi papá, pero bueno, así pensé en ese instante.

Pues hice lo que tenía que hacer para poder estar cerca de ella sin “alumbrar” con mi presencia su noviazgo con Nurvik: ya que mis dos mejores amigos (Nurvik y Rubén Darío Barboza) tenían a sus chicas y se la pasaban “intercambiando amor” en cualquier balcón del liceo, pues me “empaté” con quien sería mi primera novia: Yamileth Villalobos, creo (disculpen si soy impreciso, pero ese es el nombre que recuerdo). Era una chiquilla preciosa, de piel blanca, cabello negro largo ondulado, nariz exageradamente perfilada, de muy baja estatura, de manos menudas y suaves. En realidad, una belleza de niña. Pues, y así, teniendo lo que necesitaba para “compartir balcones”, me dediqué a eso, a pasar mis horas libres con mis dos amigos y nuestras novias, de balcón en balcón. Eran horas y horas de besarnos, a veces pienso que a manera de competencia (a ver quién daba el beso más largo) o de experimentar y conocer un poco más de ese insólito e inexplicable universo de la mujer.

No voy a entrar en detalles, pero la primera vez que besé a Yamileth fue, además, la primera vez que besé a una chica. No sé por qué, siempre, desde esa época incluso, la gente que me conoce me adjudica capacidades que me ponen en una posición de superioridad ante el resto de mis similares. Cuestión de actitud, asumo. Y yo, sin haber besado nunca, era observado por mis amigos como todo un besador profesional, como si a los 15 años tuviera mundo suficiente como para haberme convertido en todo un Giacomo Girolamo Casanova. ¡Por Dios¡ Que ilusos.

Bueno, los días fueron pasando, los meses transcurriendo y yo era feliz relacionado con Yamileth y viendo de cerquita a Mairene, lo cual era mi objetivo. Pero como toda relación forzada, mi noviazgo con Yamileth se extinguió mientras la relación de Mairene y Nurvik se apagaba. Lo que no pasaba era mi embeleso por ella y justo después de que ellos terminaron le pedí que fuera mi novia. Me dijo que lo pensaría (terrible costumbre de las mujeres), que le diera tiempo para decidir. Desde entonces me “estacioné” frente a la puerta de su salón, en pleno pasillo principal del liceo, y prácticamente más nunca me moví, sino para irme a casa cuando el timbre sonaba. Al más puro estilo de la famosa escena de Cinema Paradiso, la miraba desde afuera del salón mientras ella veía sus clases, la acompañaba a donde fuera hasta que su papá las iba a buscar, a ella y a su hermana. El señor tenía un Chevrolet-Malibú de color blanco, cuyas matrículas eran VBG-543.

Al día siguiente era lo mismo, llegaba en la mañana y me “apostaba” frente a ese salón. Poco después Mairene me dio el sí “pero con condiciones”, las cuales nunca me expresó. Fue una relación bastante corta pero muy linda, infantil, definitivamente infantil. Ella vivía relativamente cerca de mi casa y recuerdo que un par de veces fui hasta su puerta. Debo confesar que yo le tenía un pánico terrible al papá de Mairene, el señor Melquisidé Ferrer.

El tiempo pasó, la relación se diluyó, yo raspé el año por no entrar a mis clases por velarla a ella y tuve que irme del Rafael María Baralt porque en ese liceo no aceptan alumnos repitientes. Así me fue de la vida mi primer amor, Mairene Betzy Ferrer Santos, de quien guardo el más hermoso recuerdo y a quien, aún hoy día, quiero mucho, aunque sé casi nada de ella. La recuerdo bonito, con un cariño extremo, como si todavía estuviera enamorado de ella. Nunca me sentí mal por la ruptura, al contrario, siempre la he recordado como la primera mujer a quien amé, y con quien descubrí que cuando amo soy capaz de hacer lo que sea por esa persona, me entrego al 100%. Mairene, mi primer amor, mi primer gran recuerdo de vida.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Estoy y no estoy

Como ejercicio mental voy a intentar hacer un post, en momentos en que no tengo ganas de nada. En momentos en que he roto mi promesa de no escribir desde un cybercafé, rodeado de gente sola tratando de acompañar con bits su soledad, como yo ahora. Como muchos de mis lectores saben, no me molesta para nada la soledad, al contrario, la disfruto. Pero lo que definitivamente no es bueno es la forma de caer en la soledad, luego de pender de un hilo por varios meses queriendo y sin querer caer de una buena vez... explotar y mandar al carajo (y perdonen mi francés) todo lo que creí haber contruido en los dos últimos años de mi vida.

Pues gracias a Dios estudié periodismo, porque como "albañil" habría muerto de hambre, sí, definitivamente lo de la construcción no se me da muy bien. Y como ejemplo tengo mis más recientes fracasos: La separación-divorcio con la madre de mi hija, luego de 13 años de relación (de los cuales los últimos 4 fue sobreviviendo)y ahora mi más joven caída, la ruptura que hace 24 horas decidí concretar con mi última pareja, con quien creí que iba a establecerme.

Aunque esté tomando esa forma, este post no es un lamento, sino un llamado a mí mismo a despertar. A entender que después de los 30 el amor no es rojo ni de forma redondeada. "Amor". Curiosa palabra. Lo que me llama poderosamente la atención es que en días como hoy, tan patéticos como hoy, extraño a todos mis "amores", desde Mairene Ferrer (mi primera novia) hasta la última. De pana, las extraño absolutamente a todas-

Quedan dos minutos, mejor me voy, tal vez vuelva más tarde con una lista de nombres, tal vez no. Perdonen el desastre, pero así me siento hoy.

viernes, 18 de julio de 2008

Soñé con una mujer


Soñé con una mujer, soñé con que me hacía vibrar con su sola presencia.


Con su mirada tierna, casi infantil, de ojos que mágicamente suavizan el impacto de sus formas esculturales. Piel de porcelana; negra y abundante cabellera y boca impactante, de labios llenos y un rojo natural increíblemente perfecto.

Es una mujer alta, de piernas firmes desde los tobillos hasta la redondez universal de sus glúteos. Desde allí hasta la cintura, una vertiginosa silueta de “reloj de arena” que explota en la impactante configuración de sus pechos, blancos pechos. Redondos. Grandes pechos.


La mujer de mi sueño tiene el cuello delgado y fuerte a la vez, espigado. En la parte superior de la espalda, donde nace la nuca, de vez en cuando, dependiendo de la posición de su cabeza, sobresalía levemente -de manera casi imperceptible- una vértebra. Parecerá una locura, pero ese ínfimo detalle, como otros que logré notar durante mi sueño, me produjo una sensación de vacío mezclado con hormigueo y estremecimiento de las extremidades, como un centellazo de lujuria que aceleró el torrente de mi sangre.


Detalles. Fueron los detalles los que me llevaron desde cero hasta la combustión completa de mis sentidos. Uno de estos rasgos es la forma como, cuando me hablaba suave y tierno, de vez en cuando tocaba la comisura izquierda de sus labios con la punta de la lengua. Lo hacía como un acto reflejo, algo involuntario, tal vez sin notar que lo hacía y sin saber lo que en mí provocaba.


Detalles. Vi detalles. Como un suave y minúsculo lunar entre sus dedos meñique y anular de la mano izquierda. Manos alargadas, dedos delgados, allí estaba la suave marca de nacimiento. También noté el tatuaje de una rosa. Pequeño, indeleble, en colores azulado y rojo. Era delicado, como delicada y divina es la zona donde estaba pigmentado: En la parte baja de su vientre, hacia la izquierda, perfecto vecino del sensual huesito de la cadera. Detalles. De recordarlos se me vuelven a estremecer las entrañas. La soñé.


Soñé con una mujer, soñé con que me hacía vibrar con su sola presencia.

miércoles, 2 de julio de 2008

¿Qué es un fanático?


Me declaro incompetente, no lo sé. Realmente dudo que el término “fanático” se aplique a mi persona, no lo he sido por ningún deporte, tendencia política, religión o artista. Pero he de reconocer mi admiración por un músico en especial, uno que, durante 18 años, ha estado a mi lado en las buenas y en las malas: Fito Páez.

Reconozco que, como pésimo “fans”, empecé tarde a escuchar su música, puesto que en 1990, cuando estaba en el mercado su séptima placa Tercer Mundo, yo escuché por primera vez Cable a tierra, una canción que grabó en su segundo trabajo discográfico, Giros (1985). Así comencé, oyendo sus temas y entendiendo su poesía, la cual fui haciendo mía según como la vida me fuera tratando.

Han habido temporadas cuando más lo he escuchado y seguido, otras más pausadas, pero siempre, desde que lo oí por primera vez, ha permanecido en mi walkman, repro de carro, equipo de sonido (siempre en formato “tape”, o cassette), luego los cedés y más recientemente en mi computador. Me ha inspirado en infinidad de oportunidades a aventurarme en inimaginables campañas románticas que, en la mayoría de las veces, me hice con el trofeo y cuando no salvé la batalla también me acompañó.

Luego de 18 años deseándola, el sábado 28 de junio de 2008 logré cumplir una de mis metas de vida: verlo en un concierto. Esta vez el escenario fue el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas. Debo decir que si Fito para mí ya era una estrella antes del 28J, a partir de esa sublime noche pasó a ser una constelación, más bien alguien cercano a ser un sistema solar. Al menos así lo veo yo.

Yo no sé qué es ser fanático, no sé si lo soy de Fito, pero haciendo un recorrido mental por las escenas más importantes de mi vida, puedo decir que durante 18 años, todas, absolutamente todas las veces que he muerto de amor, él ha estado conmigo para darme un abrazo y consolarme, y me ha enjugado las lágrimas para señalarme que la vida sigue. Igual hizo cuando, después de cada muerte, mi amor resucitó. Fito me señaló el camino a seguir. Con Fito Páez lloré, reí, me emocioné, me enamoré, me desilusioné y volví a enamorarme. Oyéndolo, mis labios se encontraron con tantos labios y acaricié tantos cabellos, añoré miradas del pasado soñando en tenerlas de nuevo, con su música como fondo muchas veces he hecho el amor y otras tantas sólo ha sido sexo. Me estimuló a escribir poesía (si es que acaso así se le puede llamar) y escogí el nombre de mi hija por Dejarlas partir, de su cedé Circo Beat (1994). El 28J fue un día gigante: vi a Fito en concierto.

Sigo sin saber si soy o no un fanático. Lo que sí sé es que estoy agradecido con la vida por haber nacido en mi generación, en la generación de Fito Páez. Pienso y trato de imaginar cómo habría sido mi vida si Fito no existiera y me atrevo a afirmar que, sin él, no habría sido una buena vida, o al menos no tan maravillosa como lo ha sido hasta ahora.

Por una anécdota del concierto del 28J sé que no debería darte las gracias, pero no pudo terminar este post, Fito, sin pronunciar esta sencilla frase: Gracias, loco.

jueves, 26 de junio de 2008

Dorso


Eres fugaz, vas y vienes. Apareces y desapareces de mi vida cuando te place. No sé si soy parte de un juego de seducción al que no fui invitado, pero sí incluido. Ambos sabemos que estamos prohibidos el uno para el otro, pero los dos nos deseamos... al menos yo siempre te deseo y he visto a través de tus ojos cuánto eres capaz de desearme. Me lo has dicho y ya te sentí, sentí la furia de tu sexo. Por eso te extraño, por eso extraño tu piel, extraño, sobre todo, tu espalda (deliro por tu espalda). Esa parte de tu cuerpo donde resbalaron mis labios, donde dejé el rastro del pasar de mi lengua: desde la parte trasera de tu cuello hasta la vertiginosa curva entre tu cintura y lo que está más abajo.

Extraño ver, sin ver, el contorno redondeado de tus senos, hurgar desde todas las poses tratando de encontrar el ángulo perfecto que me permita ver un centímetro más de tus blancos pechos. Extraño dejar que mis manos intenten encontrar un defecto en tu espalda, sabiendo que no lo lograrán. Deseo acercar de nuevo mi rostro a la piel de tu dorso y afinar la vista para ver de cerca cada línea de tu deslumbrante humanidad.

Tu espalda. Extraño... tu espalda. La añoro desde ese pedacito de piel que está en la cima de la montaña rusa de tus formas, hasta ese punto donde tu divina cabellera negra nace y se arremolina. Y tu olor, el olor de tu piel que hace juego con la más sensual forma en que te recuestas, boca abajo, dejándome explorar tu envés, ese que me seduce y que hoy extraño.

Una confesión: Te deseo por muchos motivos y muchas zonas de tu cuerpo me inspiran los más apasionados instintos sexuales, pero ninguno lo hace tanto como esa parte tuya, única, espléndida. Tu dorso. Sé que muchos hombres te desean por tu lindo rostro, por tus pechos o por la estrecha cintura conjugada con la explosión de tus caderas, o tus bellos glúteos. Yo te deseo por tu espalda, luego me fijo en lo demás.

viernes, 6 de junio de 2008

Saltimbanqui

Advertencia: El siguiente es un relato erótico en el cual se utilizaron términos que podrían ser considerados inapropiados por algunos lectores. Si usted es de este tipo de persona, no siga leyendo.



Cuando sentí en la lengua la calidez y humedad del interior de su boca no lo podía creer. Ese primer beso era sólo el punto de partida del encuentro sexual que más he esperado en mi vida, y el más intenso que hasta ahora haya tenido.

Todo comenzó una mañana soleada de mayo. Caliente, sería la mejor definición, y yo estaba, como de costumbre, enredado en mil diligencias: pago de tarjetas de crédito, reunión de padres y representantes en el cole de mi hijo, tomar la cita para hacerle servicio a mi camioneta, reunirme con unos clientes para definir una posible cuenta y bla, bla, bla… Por suerte mi vehículo es nuevo y tiene un excelente aire acondicionado, porque afuera el sol estaba “picante” y el calor agobiaba. Eso demostraban los rostros de los buhoneros que se paran en cada semáforo, ofreciendo antenas de bigote, controles remotos universales, cedés de reggaeton, películas piratas y guarapos.

Mirando esas caras y pensando en todos mis problemas vi su cara. Ese día llevaba puesto un harapiento pantalón que debajo de la negritud del polvo y sudor demostraba lo que alguna vez fue una prenda multicolor, tal vez de tela brillante y atractiva, pero ya no lo era más. Arriba una blusa corta y ajustada, dorada, sin tiros. La pieza de tela retaba a la Ley de La Gravedad sosteniéndose con los redondos pechos, medianos, puntiagudos, firmes, de aquella muchacha de cara sucia pero con sonrisa constante, brillante, tan incandescente como aquel sol de mayo. En la cabeza, una cola recogía su negra y larga cabellera que, a diferencia del resto del atuendo, se percibía limpia.

Vi su show desde mi asiento VIP, en primera fila. Observé fijamente como giraba en el aire y hacía figuras, al son de música imaginaria, unas cintas rosadas que dominaba como la más experta gimnasta rusa. Me gustó su trabajo y la premié con una buena propina. Y debió serlo, porque, cuando ella miró el billete, me recompensó con una exuberante y exótica sonrisa y un profundo “¡gracias!” que sonó como que le nacía de lo más profundo de su pequeña pero hermosa humanidad. Su acento era andino, lo cual me hizo pensar en la posibilidad de que fuera colombiana, cachaca.
La luz cambió a verde y seguí mi camino, pero ya la mañana era diferente: no paré de pensar en esa chica y cada vez que la recordaba me producía una dura erección.

Se me endureció el falo en la cola del banco, frente al escritorio del director del cole, y hasta en el concesionario, donde por primera vez, desde que compré la camioneta, ignoré el sedoso cabello, los ojos verde oliva, la perfilada nariz, los carnosos labios y el redondo culo de Anwar, la chica de padres árabes que está encargada del área de Servicios de la agencia automotriz. Mi memoria me tenía encadenado al recuerdo de esa sonrisa, los bellos dientes y ese hablar “cantaíto” andino de la saltimbanqui… y claro, el vientre plano y la capacidad natural de sostener con la firmeza de sus tetas una pieza de tela que, más que tela, parece trapecista.

Me antojé de esa muchacha. Sí, me antojé, tanto que la soñaba despierto y la pensaba hasta cuando le hacía el amor a mi esposa. Fue así la cosa, tan fuerte, que aunque no fuera necesario, todos los días pasaba por el mismo semáforo para verla: haciendo malabares con bastones de colores, haciendo figuras circulares con bolas de fuego atadas con cables, montada en zancos o haciendo pasos de ballet con sus desgastadas zapatillas. Siempre que pasaba por allí le dejaba una suma de dinero cada vez mayor. Ya cuando ella me veía se acercaba a la camioneta con la sonrisa encendida y antes de que extendiera la mano ya me había dado las gracias. Pero hoy fue diferente. Cuando me vio, no sólo me dio las gracias, sino que a esa palabra le agregó una más que me estremeció: “Gracias, precioso”, dijo, acarició mi rostro mientras me miraba fijamente a los ojos y luego me entregó un brazalete tejido, una bonita artesanía hecho con hilos de colores rastafari.

Estar frente a ese gesto me provocó una serie de emociones que no quiero detallar. Sólo diré que al cambio de luz pisé el acelerador y dos cuadras más adelante decidí volver. Ella, como si me estuviera esperando, había levantado el circo ambulante y lo había guardado en su morral. La sonrisa nunca se le borró del rostro desde que abordó la camioneta hasta este momento, cuando estamos frente a frente, mirándonos a los ojos, semi desnudos y saboreándonos las lenguas y los labios.

Antes de entrar a esta habitación fuimos a almorzar en un sitio a las afueras de la ciudad, donde me confirmó su procedencia. Es caleña. Habían pocos clientes, lo cual facilitó el jugueteo previo: los toqueteos, los besos robados, las caricias por debajo de la mesa, su pie descalzo apretando mi entrepierna y finalmente su mano tomando la mía y guiándola hacia su pecho. Su escultural y perfecto pecho.

Ya estamos acá, con una luz tenue y música ambiental. Tenemos espejos en todos lados incluyendo el techo. Sé que, al igual que a mí, a ella la ataca una ansiedad lujuriosa de comernos vivos, de derrocharnos en sexo. Lo veo en sus ojos y se percibe en su respiración.

Luego de una ducha, mi chica neogranadina salió vistiendo sólo ropa interior. Es hermosa, increíblemente bella: tiene la piel tan blanca, el cabello tan largo y negro. Las tetas parecen más de un relato ficticio que reales, pero lo son, son naturales. Son redondos y proyectados, son 36C, según me dijo, están firmes, mucho. Tiene los pezones erectos y las areolas son pequeñas y rosadas, muy rosadas, y en el borde de la de su seno izquierdo hay un sublime lunar, muy discreto.

Su cintura es menuda, como sus brazos. Las manos, a pesar del trabajo al cual se someten, no tienen callos, las uñas no son muy cortas ni tan largas, y están limpias. Pero más abajo la cosa cambia. Al final de la cintura se expande una torneada cadera que da inicio a un vertiginoso viaje de redondez. Las nalgas son increíblemente redondas y firmes, no hay ni un solo rastro de celulitis ni estrías. Son, en definitiva, las nalgas de alguien que se ejercita, como las de las bailarinas. Al igual que las piernas: son fuertes, de muslos tallados como escultura y sus pies son pequeños y cuidados. La saltimbanqui caleña más bien parece una exuberante modelo de Haute Couture. Cuando la despojé de su impecable prenda interior, me llamó la atención la perfección de cómo las líneas internas de sus muslos se convertían en un definido arco que abriga su exótico coño.

Y cuando digo exótico no peco de exagerado, por el contrario me quedo corto buscando un adjetivo para definir a tan hermosa creación. Le pedí que se recostara, boca abajo, y me le encimé con mi cuerpo desnudo. Apoyé mi cadera sobre la de ella sin hacerle mucho peso, pero dejando que mi verga rozara su piel, besé cada centímetro de su espalda, su cuello, la nuca. Lamí sus orejas y así fui bajando, muy lentamente, milímetro a milímetro, sin dejar de usar mi lengua y labios para estimularla. Cuando llegué a donde termina la espalda y comienza el culo, me concentré en estimular esa zona con mi boca mientras que, con mi mano, exploraba su entrepierna húmeda y jugaba en su jardín con mis dedos.
Seguí bajando el rostro hasta que llegó uno de los momentos más esperados. Con ambas manos le separé las nalgas y me quedé pasmado al mirar lo que vi. Jamás en la vida había presenciado algo tan hermoso. Mi caleña tiene un culo de ensueño, rosado… rosado como el resto de su entrepierna, y un coño carnoso, completamente depilado. No aguanté más y enterré mi rostro entre sus nalgas y seguidamente clavé mi lengua en su culo. La lamí. La lamí. La lamí tanto. Sus gemidos estaban a punto de convertirse en gritos. Sus caderas se mecían al ritmo del vaivén de mi lengua y poco a poco me fue llevando hasta su clítoris. Presioné mi boca contra su vulva y poco a poco le separé los labios, primero los externos, luego los internos, hasta llegar a su semilla. Le latía y yo sentía su corazón en la punta de mi lengua. No sé como describirlo porque no consigo un punto de comparación. Lamí y chupé tanto y tan generosamente, que mi saltimbanqui me devolvió el gesto brindándome una mamada como nunca antes me la habían dado.

No dejó nada para después. Se entregó al felatio como si fuera la última vez que lo haría. Me lo lamió todo, desde la parte más baja de las bolas hasta el borde palpitante de mi glande. En un par de oportunidades intentó tragárselo completo y por poco lo logra. Fueron momentos en que casi me corrí en el fondo de su garganta, pero me pude controlar. Cuando llegó el momento del coito, me estrechó contra su pecho en un abrazo difuso entre ternura y lujuria, y me dijo suavecito al oído “Métamelo por atrás… pártame el culito”, y luego enredó su lengua en mi oreja.

Se lo hice. Debo decir que jamás había cogido un culo tan estrecho y complaciente. Entré y salí a mis anchas. Mi caleña aguantó, como ninguna, mis embestidas de animal salvaje. Luego apoyó su espalda en la cama y colocó una almohada debajo de sus caderas para elevar la pelvis. Me invitó a que me siguiera tirando así, por detrás, y después de unas cuantas penetraciones me pidió que me detuviera, que me acercara. La abracé. Me dijo sosegada que yo le encantaba y luego me ofreció su tesoro: “¿Sabe? Yo nunca he sido penetrada por delante, pero hoy es diferente, usted es diferente. Hágamelo, pero eso sí, tráteme con cuidadito, ¿si?”.

Y con mucho cuidado, pero con firmeza, la desvirgué. Estaba emocionado y ella igual. Hubo algo de dolor, según me dijo, y un poco de sangrado. Hubo lágrimas y luego, de a poco, el placer de mi verga en su vagina la absorbió. Por primera vez tuvo un orgasmo por estimulación del coño y poco después yo me derramé justo donde elle me lo pidió: quité el condón cuando estaba a punto y acabé en su boca. Entre espasmos y corrientazos miré como se saboreaba mi semen, y lo tragó. Luego chupo un poco más y dejó que mi falo muriera en su boca. El sueño nos venció y dormimos hasta el anochecer.

Fue grandioso. Sigue siéndolo. Desde hace cuatro meses, tres días a la semana, paso por el mismo semáforo al mediodía y me escapo con mi caleña, quien sólo me pide que la trate “con cuidadito”.

martes, 8 de abril de 2008

Mis amores (o como quiera que se llame este poema)


Tal día como hoy, hace 365 días, partió de esta vida mi padre, Luis Ernesto Urribarrí Ludovic, a quien cariñosamente llamábamos Mostro. A mi juicio, mi padre era un hombre con muchos talentos: escribía, pintaba y esculpía de manera empírica. Nunca lo hizo a manera de oficio, todo lo que realizó lo hizo por hacerlo y ya, tal vez para demostrarse a sí mismo que podía. Hoy, a un año de su muerte, en su honor voy a publicar este poema que adaptó hace no sé cuántos años ya (basado en un poema de la poetiza uruguaya Delmira Agustini) y que refleja su inmortal pasión por su primer amor, ese que conoció a los 18 años de edad, en Portsmouth, Inglaterra, cuando mi padre cumplía con el Servicio Militar en la Armada Venezolana.

A la memoria de mi padre.


Mis amores ¿dónde están?
¿Qué se han hecho?
Hoy han vuelto,
por todos los caminos de la noche
han venido a llorar a mi lecho.

¡Oh, Dios, fueron tantas,

son tantas!

Yo no sé cuáles viven,

yo no sé cuál ha muerto.
Me lloraré yo mismo
para así llorarlas todas.

La noche se bebe el llanto,

el llanto de mis ojos.

Veo cabezas...

doradas al sol como maduras
hay cabezas tocadas de sombras y de misterios,
cabezas coronadas de espinas invisibles,
cabezas que quisieran descansar en el cielo,
algunas que no alcanzan a oler la primavera
y muchas que trascienden las flores del invierno.

Todas las cabezas me duelen como llagas,

me duelen como muertos.

¡Ah!... Y los ojos,

esos me duelen más porque son dobles:
verdes, grises, azules;
y tus ojos negros que abrasan y fulguran,
son amor, caricia, dolor,
constelación e infierno.

Sobre todo tu luz,

sobre todas las llamas se iluminó mi alma
y se templó mi cuerpo.

Ellos me dieron sed de todas esas bocas,

de todas esas bocas que florecen en mi lecho;
senos blancos, pálidos
y el moreno tuyo de miel y de amargura,
con lises de armonía como rosas en silencio;
y todos esos vasos donde me bebí sus vidas,
de todos esos vasos donde la muerte bebo.

En el jardín de tus labios

venenosos y embriagantes
en donde respiraban sus almas y sus cuerpos,
respiraba el mío.

Humedecido en lágrimas

he rodeado mi lecho.

Y esas manos,

esas manos colmadas
de destinos y secretos,
con dedos alhajados de anillos,
de misterios.

Carol,

tus manos que nacieron
con guantes de caricias
colmadas con ardor de tus dedos,
y tus dedos diez puñales
clavados en mi espalda
arrancándome la vida.

Imanes de mis brazos

puñales de mi entraña.

Como invisible abismo

se inclinan en mi lecho.

¡Ah!... Pero en todas esas manos

yo he buscado tus manos,
tus labios entre los labios,
tu cuerpo entre los cuerpos;
de todos esos ojos
sólo tus ojos quiero,
tu larga cabellera
volver a tocar quiero.

Tu eres la más triste

por ser la más querida,
tu fuiste la primera
y eres la que está más lejos.

¡Ah!... Tu cabello castaño y largo

que tanto acaricié,
y tus pupilas claras
que tanto tiempo miré,
tus ardientes senos,
tu color tostado
y tu cuerpo rozagante
como palmera hindú.

Ven a mí: mente a mente,

ven a mí: cuerpo a cuerpo.

Tu me dirás qué he hecho

con tu primer suspiro,
tu me dirás qué he hecho
del sueño de aquel beso.

Dime si lloraste

cuando sola te dejé.

Tu dime si ya has muerto.

Si has muerto, mi pena enlutará mi alcoba
lentamente;
y estrecharé tu sombra hasta apagar mi cuerpo
y quedaré en silencio ahondando de tinieblas,
y en las tinieblas, ahondando de silencio.

Me velará llorando,

llorando hasta morir,
pero nuestra hija,
fruto de nuestro amor,
quedará en el recuerdo.

lunes, 24 de marzo de 2008

Espinela de la derrota (Décima)



No sé cómo comenzar
a dejar de amarte tanto
si en medio de este quebranto
sólo me sale llorar.
Yo sólo te quiero amar
pues en ti lo aposté todo
y no encuentro ningún modo
de sacarte de mi alma,
ni de hallar sin ti la calma
o darle a mi vida acomodo.

No está en mí dar la sentencia
de quién tiene la razón
pues cuando habla el corazón
no hay cabida a la conciencia.
Tampoco hay hechizo o ciencia
que me pueda a mí aclarar
cómo dejarte de amar
sin protesto y de repente
y sacarte de mi mente
como un sueño al despertar.

Fueron días, fueron meses
de pasión inagotable,
de alcanzar lo inalcanzable
y hoy debo pagar con creces.
No es tu culpa, no mereces
que te endilgue este fracaso,
pues si mido, paso a paso,
cada error que cometimos,
encuentro que ambos perdimos
y culpar no tiene caso.

En este momento aciago
cuando me siento perdido
sólo una cosa te pido,
-si pedir no es demasiado-.
Porque sabes que te he amado
y que me amaste no te quito
un favor muy pequeñito
necesito yo de ti:
que no le hables mal de mí
a nuestro pequeño Ito-Ito.

Que aunque Vero a mí me vio
llorando nuestra ruptura
y con su inocente dulzura
mis lágrimas enjugó,
ella sola decidió
quererte como te quiere.
Wiwi, como quiera que fuere
ella quiere ser tu amiga
por eso, que Dios bendiga,
el amor que nunca muere.

jueves, 6 de marzo de 2008

3 “¿Tu sabes cuánto duele un tiro?” (De la serie Montaña rusa)

Parte 3 (y última)



Fueron minutos extraños hasta que el hombre regresó con mis tres tarjetas y todo el efectivo que logró sustraer de las cuentas, el equivalente al máximo de retiros diarios establecido “por seguridad” en la banca privada: 300 bolívares fuertes de cada una, para un total de Bs.F 900, el equivalente a 419 dólares americanos. El hombre me devolvió las tarjetas. Su intención no era despojarme de documentos como lo había advertido al principio del “Secuestro Express”, como le decimos acá en Venezuela, “Ronda Millonaria” o “Paseo Millonario” le dicen en algunas ciudades de Colombia y México, según he leído por allí.

Ya todo estaba por terminar, pensaba yo. Imaginé que pronto los ladrones harían trasbordo a algún vehículo cómplice y me dejarían volver a casa, sin dinero en los bancos, pero vivo y con mi camioneta como lo habían prometido. Pensaba en eso cuando comenzó la conversación más absurda que he tenido en mi vida. Creo que ni durante mi adolescencia rebelde, cuando fumaba algunas plantitas medicinales, había caído en una charla tan “sin sentido”.

-Pana, tu que eres periodista, ¿vas a escribir una noticia de este robo?- Preguntó el más joven. -¡Claaaaro! ¿Y cómo no hacerlo? Será una historia vívida, real. No podría ser más veraz, dado que yo soy la víctima. A mí nadie me está contando nada, esto lo estoy viviendo en carne propia. No hay manera de errar en los datos- contesté.
¿Y vas a contar todo, cómo lo vas a escribir? ¿Y eso se va a leer en El Tiempo (el periódico donde trabajo)?- insistió el chico.
-Pues sí, vale, va a salir en El Tiempo y, bueno, escribiré todo tal cual me ocurrió: la hora del suceso, el número de asaltantes, el modus operandi, el sitio donde me “entromparon”, las amenazas de muerte, el acuerdo al cual llegamos, los montos sustraídos de mis cuentas y el desenlace de la historia- le expliqué, de la manera más pedagógica posible, para que comprendiera lo que en periodismo llamamos la regla de las 5WH.
-¿Oíste, bicho, el pana va a escribir un reportaje del atraco y va a salir en El Tiempo- dijo el más joven dirigiéndose a su socio.
-¿En serio?- preguntó el hombre con tono de voz y cara de interesado en el tema, más bien emocionado por la idea de salir en el diario.
-¿Y qué nombre nos vas a poner?- preguntó el mayor, ya con cara de circunspecto, tal vez interesado en los detalles de la historia.
-No sé -dije- El nombre que tu quieras que te ponga. A ver, ¿cuál te gusta?– pregunté con una sonrisa de falso jefe de casting tratando de seducir a la modelo.
-Vale, pon que te atracó “el cacique”– dijo el hombre.
-¡Hey!... “el cacique” y “el tom”– espetó el muchacho en un claro reclamo de su cuota de protagonismo. El hombre lo miró con el ceño fruncido y mirada severa, devolvió la mirada al frente y sentenció: “¡No jodas! Qué ‘tom’ ni qué carajo. Que ponga que lo asaltó la banda de ‘el cacique’, y ya”, dijo con firmeza. Luego el silencio.

Pero la promesa de una reputación bien publicitada de gratis no fue suficiente oferta. Mis captores querían más, y ya no me quedaba más qué ofrecerles. No fue necesario que les hiciera una propuesta, aunque sabían que habían blanqueado mis cuentas, ellos quería más. “Fírmame cheques”, exigió el hombre. “De qué te van a servir”, le contesté y le expliqué que mis chequeras corresponden a las mismas cuentas que acababa de saquear. “Es muy poco dinero”, gritó golpeando el volante mientras conducía sin destino. Estaba molesto, decepcionado. Le parecía poca la cantidad de dinero, le parecía ilógico que, con mi camioneta y mi apariencia, no gozara de más solvencia. “Tu tienes dólares, joyas… dame más real, esto es muy poco”, se quejaba. “No tengo, se los juro”, les dije con serenidad, en tono de convicción. Poco después de estacionaron en un punto intermedio entre mi casa y el centro comercial dónde están los bancos. Registraron la Tucson más profundamente en busca de otras cosas que llevarse. Cargaron con alguna ropa que tenía y otros bienes menores, la chaqueta que llevaba puesta, un sombrero de Riohacha que me regaló mi madre y, de no ser porque llevaba zapatos viejos, me los habrían llevado.

La rabia y frustración del hombre iba en aumento, el más joven sólo escuchaba. Volvió a conducir y, a medio kilómetro de mi piso me exigió que me bajara de la camioneta. “¿¡Cómo es la verga!?” dije alzando la voz, en una muestra de rechazo por la propuesta. -No, no, no… un momento. ¿Qué es esto? ¿Y no recuerdas el trato que hicimos? Pues te lo recuerdo: dijiste que si colaboraba, que si no payaseaba, que si te daba ‘platica’ me ibas a dejar ir, que no querías la camioneta. Pues yo cumplí mi parte y exijo que cumplas la tuya- sentencié de manera firme.

“Mira mi pana –me dijo sosegado- tu dinero es muy poco, necesito la camioneta para hacer un trabajo. Bájate, vete a tu casa, no llames a la policía, no denuncies el robo del vehículo y te prometo que mañana encontrarás tu carro en el estacionamiento de Central Madeirense, el de Puerto La Cruz (un supermercado). No llames al gobierno, tu no sabes con quién estás hablando y si denuncias en seguida me van a llamar para avisarme. Te conviene no denunciar, porque, si lo haces, cuando la recuperes vas a pasar varios meses con el carro retenido en la Fiscalía y luego otro tanto para que lo borren de la pantalla del Sipol (Sistema de Información Policial). Vete a tu casa, estás cerca”.

Lo miré fijamente a los ojos, el no dejó de observarme mientras pensaba. No sé cuánto tiempo pasó mientras nos veíamos fijamente a los ojos, él leyó mi rabia. “No te creo, pero lo haré –dije calmado- Claro, como ustedes son los arrechos, los que andan armados, creen que pueden cambiar las reglas a su antojo. Yo soy un hombre y tengo palabra. Yo contaba con la tuya. Pero está bien, váyanse, llévense la camioneta y ojalá estés diciendo la verdad. No voy a denunciar, te voy a dar 24 horas. Pero eso sí: no vayas a matar a nadie utilizando mi camioneta porque así sí es verdad que me escoñetas la vida”. Abrí la puerta, salí, caminé unos pasos, detrás de mí escuché el chillar de las ruedas y sentí el olor de caucho quemado.

Lo que vino después lo voy a resumir diciendo que no cumplí mi promesa y, en menos de media hora, había una comisión de la policía rodeando mi camioneta en un sector marginal de la ciudad. Una llamada, una clave, y mi vehículo estaba de nuevo en mi poder. Los ladrones no estaban a bordo. La habían dejado cerrada, con la alarma armada, estacionada junto a varios carros al frente de un edificio, como si su conductor estuviera visitando a alguien en ese condominio. Luego el papeleo y ya. La pesadilla terminó.

Luego de eso, he meditado tanto. He pensado en tantas cosas. En los posibles desenlaces que esta historia pudo tener, los buenos y los fatales. Pienso en eso y todo se resume en un solo sentimiento, una sola pasión, una sola persona: mi Verónica Ámbar. No sé si lo que hice fue inteligente, si fui estúpido o simplemente afortunado. Sólo sé que mi hija me tendrá por una temporada más y yo a ella. No sé cómo es estar muerto, pero debe ser muy triste y solitario. Sin poder besar a Vero, sin oler sus pies cuando le quito los zapatos para que vea la televisión acostada en mi cama, sin desenredar su cabello, sin recibir sus “besos ametralladores” o sin poder jugar a las escondidas dentro del carro. Sin cepillar sus dientes separados o montarla sobre mis hombros cuando le “duelen los pies” de “tanto caminar”. Sin hacerle cosquillitas y recibirlas de ella, sin escuchar sus historias asombrosas de ranas y princesas. Sin asombrarme casa día por sus nuevas destrezas o su capacidad de negociar una Cajita Feliz de la cual casi nunca se come el contenido, sólo para quedarse con el juguete.

Después de lo ocurrido he pensado en volver a ser yo. No me parece mala idea ser un poco irresponsable en el trabajo si se trata de pasar más tiempo con mi hija. Y quién quita y tal vez hasta pueda renunciar a la esclavitud de la Sala de Redacción para darle más cantidad de tiempo a mi pequeña. Quizás deba aprovechar que estoy vivo, y vivir. No dejar mi mejor parte en la silla de la oficina. No tener que decirle a mi hija “no puedo porque debo trabajar”. Más bien tener un trabajo de gente, y no de dedicación exclusiva. Tal vez renuncie, tal vez deje de ejercer el periodismo, o al menos hacerlo de manera independiente. Quizás monte un bar, una cantina. Mi lugar soñado, donde pueda servir tragos de licor con receta original. Tal vez estudie Cocina, como tanto he querido, o Derecho, o lo que sea. A lo mejor vuelva a “mochilear”, tal vez viaje… tal vez viva mi vida, quizás recoja a ese Juan Luis Urribarrí que soñaba y hacía realidad sus sueños. Sé que en algún lugar del camino me debe estar esperando.

Ya para finalizar sólo me queda expresar que le agradezco a Dios por darme una nueva oportunidad de vivir, de estar con mi hija. Estar vivo es bueno, muy bueno. Quiero estar vivo lo suficiente para darle a Verónica Ámbar un poco más de mí y poder seguir disfrutando de su inmejorable compañía… Amén.


martes, 19 de febrero de 2008

2 “¿Tu sabes cuánto duele un tiro?” (De la serie Montaña rusa)

Parte II


En los pocos minutos que transcurrieron hasta que llegamos a una agencia bancaria registraron mis pertenencias, fue así como se enteraron de que soy editor en un periódico, que soy profesor universitario, que me estoy divorciando y hasta hicieron comentarios de irónica ternura al ver las fotos de mi pequeña hija en mi teléfono celular. Lo sabían todo y ni siquiera necesitaron preguntármelo. Parece mentira cuanta información de uno mismo se pude hallar dentro del carro.

El sitio escogido por los hampones fue el centro comercial Neverí Plaza de Barcelona, a menos de dos kilómetros de mi piso, ubicado en una transitada vía y además custodiado por agentes de seguridad privada. Esto último me provocó temor, de pensar que alguno de los serenos (o guachimanes como les decimos en mi país) notara la situación y se le diera por echárselas de héroe. El resultado de algo así, seguramente, sería la muerte de más de uno, incluyéndome. Igual pensaba sobre la posibilidad de que, dadas las horas de la noche (10:30 aproximadamente en ese entonces), algún patrullero pasara y notara mi camioneta estacionada en esa vía, con tres “sujetos en actitud sospechosa”, al frente de un centro comercial donde hay nada más y nada manos que tres agencias bancarias y siete cajeros automáticos. Creo que de haber ocurrido hubiera sido más dramático aún el desenlace e imagino el titular del día después: “Policías dieron muerte a trío asaltantes en refriega a tiros”. Y por supuesto, como de costumbre, me habrían metido en “el mismo saco” que los malandros y, al notar que conmigo se equivocaron, me hubieran “sembrado” uno de sus revólveres oxidados y remendados con cinta adhesiva de electricista, para alegar que yo también andaba en contubernio con los malos para robar uno (o todos) los bancos. O, en el “mejor del peor” de los casos, el titular sería: “Policías frustran robo a bancos y ultiman a delincuentes. En la balacera resultó mortalmente herido un rehén”. ¡Dios que grande eres! Gracias por amarme tanto y por hacer que los policías venezolanos sean ineficientes y perezosos.

Les manifesté a los asaltantes mis temores y ellos me aseguraron que eso no pasaría, que ellos no andaban solos, que habían otros cómplices en carros rondándonos, vigilándonos. “Tenemos varios ‘gariteros’ dando vueltas”, dijo en tono convencido el más joven, mientras el hombre me exigió que le entregara todas mis tarjetas de débito y los códigos para retiro de efectivo por los telecajeros. Traté en vano de convencerlo de que me permitiera ir con él, que me dejara manipular los cajeros automáticos, pero la respuesta fue un “no”, rotundo, casi iracundo. No insistí. Le di los plásticos y en un recibo de Mc Donald le anoté las claves de acceso a las tres cuentas.

El hombre se bajó dejando la camioneta con el motor prendido y con las luces intermitentes encendidas, algo torpe a mi parecer, pero yo estaba en sus manos y sólo me quedaba encomendarme a Dios para que no aparecieran héroes trasnochados ni patrulleros inspirados. El hombre tardó bastante, tanto que fue suficiente para que el ladrón más joven se fastidiara e intentara inocularme algo de aquello del Síndrome de Estocolmo. ¡Que va! A mí no me parece lógico ni mentalmente sano hacer empatía con quien te amenaza de muerte hundiendo un cañón en tu boca, te priva de tu libertad, te despoja del fruto de tu trabajo honesto, te mantiene en zozobra por un tiempo determinado y de quien no se sabe qué esperar. ¡Al diablo con los suecos y sus líos psicológicos!


Dada mi actitud renuente a entablar “una amistad”, el joven comenzó su guerra mental: “¿Tu sabes cuánto duele un tiro?” –me preguntó poco antes de dar pequeños golpes detrás de mi cabeza con la punta del cañón, luego lo puso en mi sien jugando con el percutor, el cual emitía un sonido similar al rechinar del roce de piezas mecánicas; hasta finalmente acercarlo a mi rostro estregándolo sobre mi nariz y mejillas- “¿Sabes o no? Yo sí sé, un tiro duele burda (mucho). ¿Quieres probar?”. –No, no hace falta, te creo- Le dije.

Hoy reflexiono y me pregunto por qué en ese preciso instante no sentía el pánico inicial del asalto, siendo ese, si se quiere, el momento cumbre de las amenazas de muerte que recibí. No lo sé, pero en ese momento no le temía a nada, me sentía invulnerable. Estaba en una especie de estado mental de arrogancia extrema en el cual, tal vez, mi típica actitud de superioridad ante todas las cosas y todas las gentes me hacía creer que ese joven no se atrevería a matarme a mí, tal vez a otros sí, pero a mí no. ¿Valiente? No, en ese momento no eran “bolas” o “cojones”, en ese momento, válgame Dios, era prepotencia.

“¿Entonces tu eres periodista?”, preguntó. “Sí”, le dije. ¿Y profesor de la universidad?, siguió. “Sí”, le confirmé evitando que me descubriera mintiendo, como lo hicieron cuando me preguntaron si tenía un arma en el vehículo y yo me negué. Segundos más tarde hallaron la pistola Taser (Stun Gun) que ocultaba en la consola central de mi Tucson. ¿Por que no me electrocutaron con mi propia arma? Tal vez porque no les había dado las claves de mis tarjetas, o porque el joven asaltante no supo quitarle el seguro y, por supuesto, yo no le iba a enseñar cómo… CONTINUARÁ.

viernes, 15 de febrero de 2008

“¿Tu sabes cuánto duele un tiro?” (De la serie Montaña rusa)

Parte I

Fabricio necesitaba cambiar de turnos ese día para resolver un papeleo de la venta del Jeep. No me negué, nunca lo hago, yo soy así. Al final pensé que llegar algún día a casa antes de la medianoche no me caería nada mal, es decir, sería bueno para los dos. Ese miércoles 23 de enero de 2008 pensé en ver mis programas favoritos en horario estelar: Standoff, Law & Order, CSI. Poco podría imaginarme que ese día viviría mi propio capítulo en una trama de acción como las que tanto miro en la TV.
Todo ocurrió alrededor de las nueve y media, la noche era clara y estaba ambientada con la brisa fresca de enero. Había poco tráfico, tal vez por ser día festivo nacional. Fue como un alivio para mi agotada existencia laboral ver comercios abiertos al salir de mi turno, nunca pasa, menos en esta ciudad donde hasta las panaderías las cierran a las seis de la tarde. Esa noche comprendí por qué.
Once minutos después de abandonar la oficina ya estaba entrando a la urbanización donde vivo, un conjunto de quintas variopintas, que desde sus fachadas demuestran la diversidad de “bolsillos” que aquí cohabitan. Es un buen sector, de clase media trabajadora, la mayoría familias grandes con perros y carros en el garaje. Estoy instalado, en un anexo alquilado, desde que se litiga mi divorcio. Es muy cómodo. Acá se cuenta con todos los servicios.

Como es mi costumbre, ya cercano a la casa llamé desde el teléfono móvil a mi enamorada. Es un método de doble finalidad: la primera reportar mi llegada “en buen estado” al anexo y tener la última conversación del día. Luego de dar una vuelta “de reconocimiento”, para percatarme de que no habían riesgos de seguridad, mientras charlaba por teléfono estacioné mi Hyundai Tucson en la calle, al frente de la quinta, donde siempre. Cerré el switch, puse el “trancapalancas”, descendí y no di más de cinco pasos hasta la reja. Metí la llave en la cerradura sin interrumpir la conversación, giré la llave, abrí y entré. Sólo faltaba un centímetro para que la puerta cerrara cuando, de manera atropellada, un hombre que segundos antes salió de un carro que permanecía estacionado a pocos metros, impidió a empujones que se trancara la reja. Entró como descontrolado, violento, en su mirada se vía una mezcla de miedo y convicción, se le notaba que en esa dualidad de sentimientos era capaz de cualquier cosa, y de eso no me quedaron dudas cuando, para que dejara de hablar por el celular, introdujo el cañón de la pistola en mi boca.

- ¡Ptssssssss! Cuelga la llamada, cuelga la llamada o te mato. -Me ordenó tratando de susurrar para que los dueños de la casa no notaran lo que ocurría, pero era demasiado tarde. Los perros habían desencadenado el escándalo-.
- ¡¿Qué pasa ahí?!, -gritó mi casero golpeando la puerta de madera que lo separaba de mi dramático escenario-.
- Nada, Oscar, tranquilo… no pasa nada -alcé mi voz temblorosa tratando de evitar que esa puerta se abriera y ocurriera una desgracia-.

Luego de registrarme para asegurarse de que no estaba armado, el asaltante afincó en cañón en mi espalda y me obligó a salir de la casa. “Abre la camioneta”, me dijo, “móntate, móntate”. Tal vez sin pensarlo pero de alguna manera seguro de que la apuesta me saldría bien, decidí tomar el control del asunto apoyado en el pánico que por los poros manaban, tanto el hombre de la pistola como el joven que nos esperaba afuera, su cómplice. Les dije que si la gente de la urbanización, lo veía tras el volante levantaría sospechas, por lo cual en cuestión de segundos lo convencí de que lo mejor era que yo condujera. Y así fue.

Encendí el motor sin quitar el “trancapalancas”, lo cual puso nerviosos a los asaltantes, quienes, cuando les dije que debía cerrar el switch para quitar el seguro, pensaron que era una forma de dilatar el secuestro. Volvieron las amenazas de muerte y volví a ver de frente el fierro cerca de mi rostro. Olía a aceite 3 en 1, vi la marca: era Beretta, probablemente de calibre 9 milímetros, no creo que menos.
Fueron segundos que parecieron siglos, entre el momento en que dije lo que dije y el momento en que les espeté con convicción: “si no saco el seguro no podremos arrancar”. Mis ojos no dejaron de mirar los del hombre de la pistola. Accedió.

Luego de salir de la urbanización, me exigieron, ya en un tono más sosegado, que detuviera la marcha y que me cambiara de puesto. Todos nos cambiamos. Yo quedé adelante, de “copiloto”, el hombre se puso tras el volante y el joven se fue a la parte trasera. Allí el hombre le entregó la pistola y le recordó las instrucciones: “si intenta algo mátalo, si se pone Popy (payaso) mátalo”. “Noooo, yo creo que él sabe que si inventa, si loquea, es hombre muerto, ¿verdad?”, me preguntó el chico mientras acariciaba la punta del arma en la parte posterior de mi cabeza.
Les dije que conmigo no tendrían problemas, que iba a colaborar con ellos. Fue cuando el hombre reveló sus intensiones: “Si te portas bien todo va a salir bien y esto terminará rápido. Nosotros sabemos que tu trabajas para ganarte la platica y por eso no te vamos a quitar la camioneta, no queremos la camioneta, lo que queremos es dinero. Vamos para un banco y vas a sacar todo el dinero que tengas disponible, después de eso te dejamos ir tranquilito. ¿Trato hecho?” –Preguntó, a lo que respondí de la única manera que podía- “Trato hecho”. Total, la oferta era alentadora si tomaba en cuenta que, si me negaba o los hacía sospechar que no conseguirían su cometido, iba a pasar de ser reportero de sucesos a titular de última página… CONTINUARÁ