domingo, 10 de julio de 2011

Ojos diablos

Cuando abrí el correo electrónico que Víctor me envió, el corazón casi se me sale del pecho del susto. Cuando logré controlar la ansiedad, los latidos fueron bajando, pero no de intensidad, sino hacia esa parte de mi cuerpo situada debajo de mi cintura, entre mis piernas.

Mientras más las miraba, más me convencía de que eran una obra de arte. Ese hombre hizo conmigo arte. Eran las fotos mías más hermosas que jamás haya imaginado, y menos habría pensado permitir que me las hicieran en pleno acto sexual. Mirarme a mí misma en esas poses, con su aparatote en mi boca, los contornos de mis pechos, mis pezones erectos a reventar y la mirada perdida en lo más hondo del placer carnal me encendía y me obligaba a rememorar cada segundo de ese momento que no temo describir como el mejor de mi vida.

Ocurrió hace un par de semanas. Él llegó al instituto como invitado a dictar una charla. Todas las que estuvimos ahí estábamos de acuerdo en que Víctor está buenísimo. Es un hombre maduro, inteligente, con un poder de palabra que para los pelos de punta. Sabe de lo que habla, domina el tema y su capacidad de oratoria es genial. Nos hizo vibrar a todas. Y cuando digo a todas, es porque ninguna en el salón se ahorró un comentario cuando ese hombre salió del aula. Esa mañana, la visita de Víctor fue el tema de todas en el instituto. Que si su mirada profunda, que la sonrisa pícara o la forma cómo nos hablaba. Todas queríamos que nos preguntara algo o nos tomara de ejemplo de su explicación. Pero lo que más se comentó fue el poder evidente que se ocultaba detrás del cierre del pantalón. Se veía inmenso, bestial.

Al terminar la mañana, él se fue a discutir cosas con los profesores mientras todas nos íbamos a nuestras casas. Papá no me fue a buscar, me escribió un SMS excusándose y me ordenó que tomara un taxi. Yo no le hice caso. Le respondí que caminaría a casa de Julieta, quien vive cerca del instituto, y eso hice.

Cuando llevaba poco tiempo caminando, sentí que un carro se me acercó por detrás. Ya me iba a voltear para mandarlo al carajo cuando noté que era él. Me quedé paralizada, como helada. Me ofreció llevarme y, no sé por qué, pero aunque por dentro estaba loca por aceptar, dije que no. Él sonrió, sólo eso, y yo –cual corderito- me subí a su impecable vehículo y me quedé muda. Víctor no dijo nada, sólo nos miramos y volvió a sonreír con picardía. Sólo su mirada fue suficiente, no pronunció palabra y yo ya sabía lo que venía después. Se bajó el cierre y sacó su asombroso miembro. Yo supe qué hacer y se lo chupé como si fuera lo último que haría en la vida, mientras él me condujo a un lindo apartamento, casi sin muebles: sólo un par de “poof” una cama, un equipo de sonido espectacular y un ventanal inmenso.

Yo estaba tan nerviosa que me puse a bailar para que no se me notara la tembladera. Él sólo me miraba. Me dio un poco de vino, me dijo que era muy caro. No me gustó el sabor, pero no arrugué la cara y seguí con mi baile mientras él, recostado en su cama, me observaba. –Quítate la camisa- me ordenó. Yo tragué grueso, pero cumplí la exigencia mientras seguía mi danza. Tomé otro poco de vino y noté cómo me hervía la sangre. –La falda- afirmó casi sin gesticular. Yo obedecí.

Luego me tomó con delicadeza de una mano y me atrajo a la cama. Fue muy tierno al recostarme y poco a poco se acercó a mis labios. Me dio un suave beso en los labios, momento que yo aproveché para introducir mi lengua en su boca, algo que deseaba desde el primer momento que lo vi. Él me correspondió mientras acariciaba mi cuerpo como si sus dedos fueran pinceles y yo un lienzo. Mientras con una mano exploraba mi coño por encima de la tanguita, con la otra desabrochó mi brasier. Mis pezones parecían puñales. Cada parte del cuerpo que Víctor me tocaba, se me helaba. Eran corrientazos cortos que me sacudían y me obligaban a gemir. Cuando pasó su lengua por mis senos, creí que moriría del placer. Era todo tan divino: cuando besaba mi abdomen o acariciaba mis nalgas, cuando pasaba la legua en círculos alrededor de mi ombligo, cundo sus dedos rozaban los bordes de mis hoyitos o los cañones de su barba raspaban la cara interna de mis muslos.

No sé cómo ni cuándo ese hombre estaba todo desnudo y yo sólo llevaba puesta mi tanga blanca, bañada en el mar de mí misma. Estaba tan húmeda, tan caliente. Sentía que mi coño estaba hinchado y que mi clítoris iba a salir disparado. Me cuesta describir lo que me hizo sentir cuando, con su boca, estimuló mi entrepierna: me comió la panocha y todo su vecindario. ¡Dios! Que divino fue sentir el fuego de su lengua allí abajo mientras metía y sacaba dos dedos a un ritmo perfecto. Me corrí casi de inmediato en medio de gritos de placer, él sólo me observaba, me estudiaba.

Luego sacó la cámara fotográfica y comenzó la “sesión” mientras se lo chupaba -desde la parte trasera de sus bolas hasta la cabeza-. Grande, muy grande. No me había penetrado y ya imaginaba yo que no se me haría fácil. Se acostó sobre su espalda y me indicó que me encargara yo de hacer el resto. Me senté sobre él y besé su pecho, su cuello. Tomé firmemente su falo y me lo puse en la entrada de la vagina. Lo restregué unos segundos y lentamente me dejé caer. Cada milímetro que entraba aumentaba el volumen de mi grito, hasta que entró todo. Todo.

Mientras me meneaba encima, él me fotografiaba… y yo posaba. Me sentía sexy, me sentía hembra, me sentía como una “porno star”. Me volví a correr, esta vez en un orgasmo más largo e intenso. Él soltó la cámara y me tomó por la cintura para emprender una arremetida colosal. Entró y salió duro y parejo. Yo sentía que iba a perder el conocimiento de tanto placer. Dolía, pero me encantaba. Verlo a los ojos diablos me erizaba. Por primera vez estaba yo tirando con un hombre de verdad. Es más, por primera vez estaba yo realmente tirando. Todo lo anterior a esto no vale nada.

Víctor acabó con firmeza, entre sacudidas intermitentes de su palote dentro de mí. En mi mente agradecí que llegara, porque estaba a punto de morir en medio de su arremetida sexual. Me desvanecí entre sus brazos y me quedé dormida unos instantes que él aprovechó para seguir fotografiándome. Al despertar, él ya no estaba. Me dejó una nota en la que me pedía que cerrara la puerta al salir. Fui al baño a orinar y a tomar una ducha y ahí vi la evidencia del placer masculino: el condón estaba lleno de su semen. Me sentí grandiosa, porque toda esa leche se debía a mí, me lo debía a mí.

Ahora aquí, frente a mi computador viendo las fotos que me tomó, pienso y me pregunto si se repetirá. Creo que no. Ojalá que sí.

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