jueves, 1 de octubre de 2009

Me gusta mirar

Me gusta mirar, lo confieso. Rezaré todos los Padre Nuestro y las Ave María que hagan falta para exculpar mi alma, pero me declaro incompetente de dejar de observar. ¡Pero cuidado! No soy un mirón, no. Soy un Crítico Admirador de la Belleza Femenina.

Esa es la definición de mi condición. Muchos han querido etiquetarme de “buzo”, pero están equivocados. Yo sólo miro, o mejor, admiro. No comento ni digo nada. Sólo observo y me guardo lo que pienso, lo que siento. ¿Que si me excito? ¡Claro, por Dios!

Justamente ayer miraba a una pareja joven, adolescentes, que se besaban ávidos. Mordisqueaban sus bocas cuales ratones hambrientos alrededor de una hogaza de pan duro. Torpes. Pero esa misma inexperiencia es la que justamente me estimula.


Hace poco me deleité fisgoneando a una vecina, muy joven, como de 23 años. Ella estaba tendiendo ropa en la azotea mientras yo, allí mismo, arreglaba una mesita de noche. Cuando la chica alzaba los brazos para poner los trapos mojados en el tendedero, se le escapaba por la ancha manga sisa de su bata el blanco y tierno perfil de sus pechos, y si me fijaba bien, en oportunidades lograba notar el precioso arco areolar de sus pezones erectos por el roce de la tela húmeda. Así de detallista soy, y a veces aún más.

Pero reitero: No soy un mirón. Sólo me entretengo observando la belleza… Sí, lo dije, me excita, pero eso no me hace un mirón, sino un Crítico Admirador de la Belleza Femenina, sensible a los estímulos visuales. ¿Cuál es la diferencia? Pues muy fácil. Yo sólo miro cuando los hechos ocurren a mi alrededor. Un mirón buscará, así sea de manera forzada, mirar a su “objetivo”. Yo aprovecho las circunstancias. Un mirón es un cazador, un depredador que sólo se excita mirando. Yo me excito mirando y tocando, y besando también. No tengo limitaciones para ello. ¿Ven que no soy un mirón?

Hace un par de días comía en un restaurante de comida rápida, uno de esos gringos. Había un grupo de chicas haciendo alboroto, jugando con la comida, llamando la atención. Vestían lindas ropas modernas y todas llevaban bolsos y cuadernos. Estudiantes universitarias, pensé. Pícaras. Una de ellas, largo cabello castaño claro, lacio; ojos marrón claro delineados con creyón café oscuro; pestañas enmascaradas; suave base en la piel del rostro y delicado rubor. Usaba jeans azul, “brasileños” les dicen, cuya pretina difícilmente ocultaba su bajo vientre y dejaba escapar los huesitos de las caderas. Dejaban, además, admirar esa alucinante hendija que está donde la espalda pierde su nombre. Sobre sus tetas 34B, calculo, una franelilla blanca de delgados tiros, tan corta que no ocultaban su ombligo. Dios, Señor de los cielos: ¿Hay algo en Tu creación más hermoso que un tierno ombligo femenino? Se me ocurren algunas cosas igual de divinas, pero eso no viene al caso.

Pues la chica en cuestión se sentaba, se paraba, desfilaba sus curvas y pechos por mis narices mientras yo comía las papas fritas una por una, como para que nunca se acabaran y no tuviera que marcharme de allí. Estaba tan cerca de mi mesa que pude percibir el olor de su piel, suave. Olía a cuerpo limpio, fresco. Llevaba un perfume muy delicado, pero más allá de eso, yo sentí la fragancia de su piel. Era un olor parecido al caramelo. Sus manos delgaditas y muy bien cuidadas: uñas pulidas, no muy largas, no muy cortas. En las muñecas llevaba un reloj, en la derecha, y muchas pulseras, coloridas, artesanales, en la izquierda. Los pies no eran menos apasionantes que las manos. Pequeños, algo así como talla 36, con las uñas igualmente pulidas, con sandalias de color blanco y dorado.

Deliré imaginando su cuerpo desnudo sobre mis sábanas, dejándose hacer uno de mis masajes súper relajantes, con aceites, velas y Buda Bar de fondo. Mis manos tibias recorriendo sus piernas desde los tobillos hasta los muslos: apretar, acariciar, apretar, acariciar… sin quitar la vista de la redondez de sus nalgas, del secreto que guardan entre ellas. Luego seguir subiendo la terapia hasta los glúteos. Presión, compresión, presión, compresión… Caricias circulares desde el centro de esas exuberantes piezas de carne de mujer hacia las caderas, y seguir subiendo hasta la parte baja de la espalda. Lumbar. Ir y venir, esa es la tarea. Enterrar mis dedos en su piel, buscando los puntos tensos y distenderlos. Cada punto de la espalda hasta los hombros debe arder de placer con la fricción de mis manos. Luego los brazos. Y lo mejor: pedirle que se acueste boca arriba para continuar el masaje, repetir todos los movimientos desde el principio. Tobillos, muslos, caderas (sin dejar de mirar su entrepierna). Abdomen y pechos. ¿Será que alguna mujer puede asegurar que ha sentido un masaje mejor que uno bien logrado en las tetas? Se me ocurres varias partes sensibles, pero tampoco vienen al caso.

Ya para ese momento la chica está tan excitada por mi masaje que no se aguanta y se aferra a mi falo, que palpita bajo mi ropa desesperado por entrar en ella. Y ella me premia con una mamada profunda, hasta donde pueda meter ese trozo de mí en su garganta. Acaricia mis testículos con una mano mientras con la otra estimula su coño, preparándolo para el encuentro… Pero cuando todo parece funcionar, la chica se va del restaurante con sus amigas, y yo me quedo allí, masticando mi último bocado de hamburguesa. Inhalando. Exhalando. Trago de Coca Cola. Garganta bloqueada.

Definitivamente me gusta mirar. Pero ¡ojo! No soy un mirón, sino un Crítico Admirador de la Belleza Femenina.