martes, 27 de enero de 2009

Viaje en una mirada


El viaje no empezó cuando las ruedas del Beechcraft 1900D dejaron de tocar la pista 02-20 de Barcelona, sino cuando ella subió la ventanilla para observar desde su asiento el despegue. El reflejo del sol mañanero, tenue, cálido, entró a la aeronave y se reflejó en el azul profundo e irrepetible de sus ojos. La mano cercana al rostro, con los dedos sostenía su barbilla. Con la otra trataba de acomodar el negro abrigo que la arropaba, manteniéndolo cerrado en el pecho.

Parecía concentrada en lo que afuera veía. Había llevado conmigo un libro, el cual pretendía leer durante el vuelo, pero lo descarté. No quería perderme el espectáculo de tal belleza. No fue difícil mirarla durante el recorrido, como no fue un problema creativo hacer comparaciones de su estampa con las maravillas que el viaje me iba mostrando.

A lo único que no le hallé comparación fue a su mirada: ni el cielo renovado de la mañana, ni las aguas del quieto Caribe -inmediato al abandonar el puerto aéreo- se comparaban con tal perfección. Su mirada era más profunda que el mar, el color más intenso y sincero que el del cielo. Sus blancas manos, menudas y delicadas, adornadas sólo con un discreto anillo y un delgado reloj, ambos tan dorados como su cabello, sostenido con un delicado gancho negro adornado con piezas que semejaban piedras preciosas.

La sobrecargo me invitó un café, una botella de agua, algo de comer. Acepté los dos primeros. La aeronave se mecía delicada entre los cúmulus y pielus, blancos como su piel de porcelana. Abajo los verdes variopintos del suelo venezolano, la costa única, la sombra del ave de acero, daban fe de la cercanía del aterrizaje. Luz amarilla encendida “Fasten seat belt”. Voz distorsionada: “bienvenidos al Aeropuerto Simón Bolívar, que sirve a la ciudad de Caracas”. El viaje llega a su fin. Leve sensación de vacío interno, ruido de llantas y asfalto, zumbido... ding, dong... “manténganse en sus asientos”. Maiquetía. Mi mejor viaje.


Este breve relato fue escrito para la edición enero-febrero 2009 de la revista DESCUBRA de Avior Airlines. Dicha publicación es de distribución gratuita y se puede encontrar en todos los aviones de dicha aerolínea venezolana. 
Mis agradecimientos para Daniela Mogna y Carolina Padrón por pensar en mí y por ofrecerme esta oportunidad.

jueves, 15 de enero de 2009

Te amo en Caracas

ADVERTENCIA: El Siguiente es un relato erótico que contiene expresiones que podrían herir suseptibilidades en algunos lectores. Si es usted una personas sensible a expresiones sexuales explícitas, le invito a desistir de esta lectura.

Atte: El Cantinero




-Ahhhhhhh- exhaló ella. -Me encanta tu huevo- Le susurró al oído mientras él, con la punta del falo posado en el fondo de su sexo, sitió el alboroto de hormonas, la feria de sensaciones, el hormigueo incesante que desde su interior -desde cada rincón de su cuerpo- se arremolinaban en un conjunto de pequeñas explosiones que de a poco se fueron convirtiendo en una erupción volcánica. Su vientre se sacude, su vagina dilata y contrae, su lengua busca la de él y la encuentra. Sus entrañas palpitan cada vez más rápido; chilla, lame su cuello, chupa sus labios, el blanco de los ojos se le carga de finas líneas rojas, la vena en su frente brota, manan lágrimas... su orgasmo explota. Llanto y risa dan lo mismo. El corazón cabalga. Un segundo más tarde, él se corre dentro de ella. Su verga da latigazos dentro de ella, se sacude, se hincha. Él gime, aúlla, gruñe... Ella lo observa –él sabe que a ella le encanta su cara de orgasmo- y disfruta del espectáculo. A ella le fascina ver a su animal salvaje, a la bestia lujuriosa. El semen corre a borbotones: dos, tres, cuatro, cinco contracciones -a contratiempo- cinco chorros, cinco derrames. Él inhala. Exhala. Lo deja morir adentro. Se consumen en un beso húmedo hasta que sus respiraciones vuelven a la normalidad.

Él piensa: “miles de veces he hecho recorridos mentales por mi vida entera y miles de veces me he convencido de que nunca he tenido, jamás, una sensación que supere a lo que siento cuando acabo dentro de ti”. Suspira. Ella, por su parte, piensa que ninguno de sus anteriores novios la habían hecho sentir lo que él logra con su imponente vara y su insaciable lujuria.

Ya no están juntos. Esta ciudad le trae recuerdos de ella, todo huele a ella, todo sabe a ella. “Ella está en todas partes”, piensa melancólico: en el Metro, en la Francisco Fajardo, en Altamira, en el Aula Magna de la UCV, en el mercado del Cementerio, en el Sambil, en El Tolón, en el Warairarepano. La luz cambia a rojo. Él detiene la marcha en Las Mercedes, mira a los lados y ve gente, locales, carros, policías; pero sólo piensa en ella. La imagina dentro de los locales, manejando todos los carros o guiando el tráfico con uniforme y chapa. Caracas es ella. Ya saliendo de la capital, se enrumba hacia la autopista de Oriente. Guarenas, Guatire. De paso por estas ciudades satélites mira a la izquierda y ve el muro del hospedaje, en lo alto de una loma, que asemeja a un castillo medieval con el nombre de la fortaleza del legendario Rey Arturo. Los recuerdos se estremecen y lo transportan a aquel viaje, uno de tantos, en el que con ella conoció, entre las sábanas de ese lugar, mucho más que el poema de “Lancelot, el Caballero de la Carreta”. Si ya hacerle el amor le parecía mejor cada vez, él estaba convencido que esa vez, en el motel Camelot, habían tenido el mejor sexo desde que su amor nació, y murió.

Aunque ella siempre lo acusó de tener mala memoria, él estaba convencido de no haber olvidado ni un solo detalle de esa noche: los besos alargados sazonados con caricias tiernas y profundas, la forma de quitarse mutuamente las prendas de vestir, lento y sin apuros; cada centímetro de la piel del cuello que le recorrió con la punta de la lengua, de arriba hacia abajo, hacia los lados, en la nuca, los hombros. Con la lengua siguió bajando, acarició la clavícula entera desde el hombro hasta el hoyito donde se encuentra con la otra; le apretaba los pechos por encima de la ropa, la abrazó fuerte contra su cuerpo, para que sintiera el tamaño de la erección; le acarició y apretó las nalgas, metió sus manos entre el pantalón, y así, abrazados se dejaron caer sobre la cómoda cama rodeada de espejos. Nada como una habitación forrada de espejos.

Ya desnudos, él se dedicó a estimularla sólo con su boca: recorrió todo su cuerpo hasta estacionar su lengua en la entrepierna. Allí se olvidó de sí mismo y generosamente le comió el coño hasta hacerla gritar de placer. Aunque el falo estaba a punto de explotarle de la excitación, él renunció -por un momento- a su placer genital para concentrarse en el de ella. Por dentro él sabía que mientras más se dedicara, mejor iba a ser recompensado. Y así fue. En la cama, en el potro con tela atigrada, en el banco de cerámica, cargada en peso, en la ducha. En todas las posiciones posibles, con el sesenta y nueve, la del perrito (la favorita de ambos). “Me tienes tirando como un adolescente”, le dijo él segundos después del quinto polvo.

Durmieron un rato. Siguió un baño de relajación, enjabonándose mutuamente y sin las manos, y finalmente recobraron el camino, ahora el mismo que sigue él, solo, recordándola y recordando cuánto la amó en Caracas.