jueves, 26 de junio de 2008

Dorso


Eres fugaz, vas y vienes. Apareces y desapareces de mi vida cuando te place. No sé si soy parte de un juego de seducción al que no fui invitado, pero sí incluido. Ambos sabemos que estamos prohibidos el uno para el otro, pero los dos nos deseamos... al menos yo siempre te deseo y he visto a través de tus ojos cuánto eres capaz de desearme. Me lo has dicho y ya te sentí, sentí la furia de tu sexo. Por eso te extraño, por eso extraño tu piel, extraño, sobre todo, tu espalda (deliro por tu espalda). Esa parte de tu cuerpo donde resbalaron mis labios, donde dejé el rastro del pasar de mi lengua: desde la parte trasera de tu cuello hasta la vertiginosa curva entre tu cintura y lo que está más abajo.

Extraño ver, sin ver, el contorno redondeado de tus senos, hurgar desde todas las poses tratando de encontrar el ángulo perfecto que me permita ver un centímetro más de tus blancos pechos. Extraño dejar que mis manos intenten encontrar un defecto en tu espalda, sabiendo que no lo lograrán. Deseo acercar de nuevo mi rostro a la piel de tu dorso y afinar la vista para ver de cerca cada línea de tu deslumbrante humanidad.

Tu espalda. Extraño... tu espalda. La añoro desde ese pedacito de piel que está en la cima de la montaña rusa de tus formas, hasta ese punto donde tu divina cabellera negra nace y se arremolina. Y tu olor, el olor de tu piel que hace juego con la más sensual forma en que te recuestas, boca abajo, dejándome explorar tu envés, ese que me seduce y que hoy extraño.

Una confesión: Te deseo por muchos motivos y muchas zonas de tu cuerpo me inspiran los más apasionados instintos sexuales, pero ninguno lo hace tanto como esa parte tuya, única, espléndida. Tu dorso. Sé que muchos hombres te desean por tu lindo rostro, por tus pechos o por la estrecha cintura conjugada con la explosión de tus caderas, o tus bellos glúteos. Yo te deseo por tu espalda, luego me fijo en lo demás.

viernes, 6 de junio de 2008

Saltimbanqui

Advertencia: El siguiente es un relato erótico en el cual se utilizaron términos que podrían ser considerados inapropiados por algunos lectores. Si usted es de este tipo de persona, no siga leyendo.



Cuando sentí en la lengua la calidez y humedad del interior de su boca no lo podía creer. Ese primer beso era sólo el punto de partida del encuentro sexual que más he esperado en mi vida, y el más intenso que hasta ahora haya tenido.

Todo comenzó una mañana soleada de mayo. Caliente, sería la mejor definición, y yo estaba, como de costumbre, enredado en mil diligencias: pago de tarjetas de crédito, reunión de padres y representantes en el cole de mi hijo, tomar la cita para hacerle servicio a mi camioneta, reunirme con unos clientes para definir una posible cuenta y bla, bla, bla… Por suerte mi vehículo es nuevo y tiene un excelente aire acondicionado, porque afuera el sol estaba “picante” y el calor agobiaba. Eso demostraban los rostros de los buhoneros que se paran en cada semáforo, ofreciendo antenas de bigote, controles remotos universales, cedés de reggaeton, películas piratas y guarapos.

Mirando esas caras y pensando en todos mis problemas vi su cara. Ese día llevaba puesto un harapiento pantalón que debajo de la negritud del polvo y sudor demostraba lo que alguna vez fue una prenda multicolor, tal vez de tela brillante y atractiva, pero ya no lo era más. Arriba una blusa corta y ajustada, dorada, sin tiros. La pieza de tela retaba a la Ley de La Gravedad sosteniéndose con los redondos pechos, medianos, puntiagudos, firmes, de aquella muchacha de cara sucia pero con sonrisa constante, brillante, tan incandescente como aquel sol de mayo. En la cabeza, una cola recogía su negra y larga cabellera que, a diferencia del resto del atuendo, se percibía limpia.

Vi su show desde mi asiento VIP, en primera fila. Observé fijamente como giraba en el aire y hacía figuras, al son de música imaginaria, unas cintas rosadas que dominaba como la más experta gimnasta rusa. Me gustó su trabajo y la premié con una buena propina. Y debió serlo, porque, cuando ella miró el billete, me recompensó con una exuberante y exótica sonrisa y un profundo “¡gracias!” que sonó como que le nacía de lo más profundo de su pequeña pero hermosa humanidad. Su acento era andino, lo cual me hizo pensar en la posibilidad de que fuera colombiana, cachaca.
La luz cambió a verde y seguí mi camino, pero ya la mañana era diferente: no paré de pensar en esa chica y cada vez que la recordaba me producía una dura erección.

Se me endureció el falo en la cola del banco, frente al escritorio del director del cole, y hasta en el concesionario, donde por primera vez, desde que compré la camioneta, ignoré el sedoso cabello, los ojos verde oliva, la perfilada nariz, los carnosos labios y el redondo culo de Anwar, la chica de padres árabes que está encargada del área de Servicios de la agencia automotriz. Mi memoria me tenía encadenado al recuerdo de esa sonrisa, los bellos dientes y ese hablar “cantaíto” andino de la saltimbanqui… y claro, el vientre plano y la capacidad natural de sostener con la firmeza de sus tetas una pieza de tela que, más que tela, parece trapecista.

Me antojé de esa muchacha. Sí, me antojé, tanto que la soñaba despierto y la pensaba hasta cuando le hacía el amor a mi esposa. Fue así la cosa, tan fuerte, que aunque no fuera necesario, todos los días pasaba por el mismo semáforo para verla: haciendo malabares con bastones de colores, haciendo figuras circulares con bolas de fuego atadas con cables, montada en zancos o haciendo pasos de ballet con sus desgastadas zapatillas. Siempre que pasaba por allí le dejaba una suma de dinero cada vez mayor. Ya cuando ella me veía se acercaba a la camioneta con la sonrisa encendida y antes de que extendiera la mano ya me había dado las gracias. Pero hoy fue diferente. Cuando me vio, no sólo me dio las gracias, sino que a esa palabra le agregó una más que me estremeció: “Gracias, precioso”, dijo, acarició mi rostro mientras me miraba fijamente a los ojos y luego me entregó un brazalete tejido, una bonita artesanía hecho con hilos de colores rastafari.

Estar frente a ese gesto me provocó una serie de emociones que no quiero detallar. Sólo diré que al cambio de luz pisé el acelerador y dos cuadras más adelante decidí volver. Ella, como si me estuviera esperando, había levantado el circo ambulante y lo había guardado en su morral. La sonrisa nunca se le borró del rostro desde que abordó la camioneta hasta este momento, cuando estamos frente a frente, mirándonos a los ojos, semi desnudos y saboreándonos las lenguas y los labios.

Antes de entrar a esta habitación fuimos a almorzar en un sitio a las afueras de la ciudad, donde me confirmó su procedencia. Es caleña. Habían pocos clientes, lo cual facilitó el jugueteo previo: los toqueteos, los besos robados, las caricias por debajo de la mesa, su pie descalzo apretando mi entrepierna y finalmente su mano tomando la mía y guiándola hacia su pecho. Su escultural y perfecto pecho.

Ya estamos acá, con una luz tenue y música ambiental. Tenemos espejos en todos lados incluyendo el techo. Sé que, al igual que a mí, a ella la ataca una ansiedad lujuriosa de comernos vivos, de derrocharnos en sexo. Lo veo en sus ojos y se percibe en su respiración.

Luego de una ducha, mi chica neogranadina salió vistiendo sólo ropa interior. Es hermosa, increíblemente bella: tiene la piel tan blanca, el cabello tan largo y negro. Las tetas parecen más de un relato ficticio que reales, pero lo son, son naturales. Son redondos y proyectados, son 36C, según me dijo, están firmes, mucho. Tiene los pezones erectos y las areolas son pequeñas y rosadas, muy rosadas, y en el borde de la de su seno izquierdo hay un sublime lunar, muy discreto.

Su cintura es menuda, como sus brazos. Las manos, a pesar del trabajo al cual se someten, no tienen callos, las uñas no son muy cortas ni tan largas, y están limpias. Pero más abajo la cosa cambia. Al final de la cintura se expande una torneada cadera que da inicio a un vertiginoso viaje de redondez. Las nalgas son increíblemente redondas y firmes, no hay ni un solo rastro de celulitis ni estrías. Son, en definitiva, las nalgas de alguien que se ejercita, como las de las bailarinas. Al igual que las piernas: son fuertes, de muslos tallados como escultura y sus pies son pequeños y cuidados. La saltimbanqui caleña más bien parece una exuberante modelo de Haute Couture. Cuando la despojé de su impecable prenda interior, me llamó la atención la perfección de cómo las líneas internas de sus muslos se convertían en un definido arco que abriga su exótico coño.

Y cuando digo exótico no peco de exagerado, por el contrario me quedo corto buscando un adjetivo para definir a tan hermosa creación. Le pedí que se recostara, boca abajo, y me le encimé con mi cuerpo desnudo. Apoyé mi cadera sobre la de ella sin hacerle mucho peso, pero dejando que mi verga rozara su piel, besé cada centímetro de su espalda, su cuello, la nuca. Lamí sus orejas y así fui bajando, muy lentamente, milímetro a milímetro, sin dejar de usar mi lengua y labios para estimularla. Cuando llegué a donde termina la espalda y comienza el culo, me concentré en estimular esa zona con mi boca mientras que, con mi mano, exploraba su entrepierna húmeda y jugaba en su jardín con mis dedos.
Seguí bajando el rostro hasta que llegó uno de los momentos más esperados. Con ambas manos le separé las nalgas y me quedé pasmado al mirar lo que vi. Jamás en la vida había presenciado algo tan hermoso. Mi caleña tiene un culo de ensueño, rosado… rosado como el resto de su entrepierna, y un coño carnoso, completamente depilado. No aguanté más y enterré mi rostro entre sus nalgas y seguidamente clavé mi lengua en su culo. La lamí. La lamí. La lamí tanto. Sus gemidos estaban a punto de convertirse en gritos. Sus caderas se mecían al ritmo del vaivén de mi lengua y poco a poco me fue llevando hasta su clítoris. Presioné mi boca contra su vulva y poco a poco le separé los labios, primero los externos, luego los internos, hasta llegar a su semilla. Le latía y yo sentía su corazón en la punta de mi lengua. No sé como describirlo porque no consigo un punto de comparación. Lamí y chupé tanto y tan generosamente, que mi saltimbanqui me devolvió el gesto brindándome una mamada como nunca antes me la habían dado.

No dejó nada para después. Se entregó al felatio como si fuera la última vez que lo haría. Me lo lamió todo, desde la parte más baja de las bolas hasta el borde palpitante de mi glande. En un par de oportunidades intentó tragárselo completo y por poco lo logra. Fueron momentos en que casi me corrí en el fondo de su garganta, pero me pude controlar. Cuando llegó el momento del coito, me estrechó contra su pecho en un abrazo difuso entre ternura y lujuria, y me dijo suavecito al oído “Métamelo por atrás… pártame el culito”, y luego enredó su lengua en mi oreja.

Se lo hice. Debo decir que jamás había cogido un culo tan estrecho y complaciente. Entré y salí a mis anchas. Mi caleña aguantó, como ninguna, mis embestidas de animal salvaje. Luego apoyó su espalda en la cama y colocó una almohada debajo de sus caderas para elevar la pelvis. Me invitó a que me siguiera tirando así, por detrás, y después de unas cuantas penetraciones me pidió que me detuviera, que me acercara. La abracé. Me dijo sosegada que yo le encantaba y luego me ofreció su tesoro: “¿Sabe? Yo nunca he sido penetrada por delante, pero hoy es diferente, usted es diferente. Hágamelo, pero eso sí, tráteme con cuidadito, ¿si?”.

Y con mucho cuidado, pero con firmeza, la desvirgué. Estaba emocionado y ella igual. Hubo algo de dolor, según me dijo, y un poco de sangrado. Hubo lágrimas y luego, de a poco, el placer de mi verga en su vagina la absorbió. Por primera vez tuvo un orgasmo por estimulación del coño y poco después yo me derramé justo donde elle me lo pidió: quité el condón cuando estaba a punto y acabé en su boca. Entre espasmos y corrientazos miré como se saboreaba mi semen, y lo tragó. Luego chupo un poco más y dejó que mi falo muriera en su boca. El sueño nos venció y dormimos hasta el anochecer.

Fue grandioso. Sigue siéndolo. Desde hace cuatro meses, tres días a la semana, paso por el mismo semáforo al mediodía y me escapo con mi caleña, quien sólo me pide que la trate “con cuidadito”.