martes, 19 de febrero de 2008

2 “¿Tu sabes cuánto duele un tiro?” (De la serie Montaña rusa)

Parte II


En los pocos minutos que transcurrieron hasta que llegamos a una agencia bancaria registraron mis pertenencias, fue así como se enteraron de que soy editor en un periódico, que soy profesor universitario, que me estoy divorciando y hasta hicieron comentarios de irónica ternura al ver las fotos de mi pequeña hija en mi teléfono celular. Lo sabían todo y ni siquiera necesitaron preguntármelo. Parece mentira cuanta información de uno mismo se pude hallar dentro del carro.

El sitio escogido por los hampones fue el centro comercial Neverí Plaza de Barcelona, a menos de dos kilómetros de mi piso, ubicado en una transitada vía y además custodiado por agentes de seguridad privada. Esto último me provocó temor, de pensar que alguno de los serenos (o guachimanes como les decimos en mi país) notara la situación y se le diera por echárselas de héroe. El resultado de algo así, seguramente, sería la muerte de más de uno, incluyéndome. Igual pensaba sobre la posibilidad de que, dadas las horas de la noche (10:30 aproximadamente en ese entonces), algún patrullero pasara y notara mi camioneta estacionada en esa vía, con tres “sujetos en actitud sospechosa”, al frente de un centro comercial donde hay nada más y nada manos que tres agencias bancarias y siete cajeros automáticos. Creo que de haber ocurrido hubiera sido más dramático aún el desenlace e imagino el titular del día después: “Policías dieron muerte a trío asaltantes en refriega a tiros”. Y por supuesto, como de costumbre, me habrían metido en “el mismo saco” que los malandros y, al notar que conmigo se equivocaron, me hubieran “sembrado” uno de sus revólveres oxidados y remendados con cinta adhesiva de electricista, para alegar que yo también andaba en contubernio con los malos para robar uno (o todos) los bancos. O, en el “mejor del peor” de los casos, el titular sería: “Policías frustran robo a bancos y ultiman a delincuentes. En la balacera resultó mortalmente herido un rehén”. ¡Dios que grande eres! Gracias por amarme tanto y por hacer que los policías venezolanos sean ineficientes y perezosos.

Les manifesté a los asaltantes mis temores y ellos me aseguraron que eso no pasaría, que ellos no andaban solos, que habían otros cómplices en carros rondándonos, vigilándonos. “Tenemos varios ‘gariteros’ dando vueltas”, dijo en tono convencido el más joven, mientras el hombre me exigió que le entregara todas mis tarjetas de débito y los códigos para retiro de efectivo por los telecajeros. Traté en vano de convencerlo de que me permitiera ir con él, que me dejara manipular los cajeros automáticos, pero la respuesta fue un “no”, rotundo, casi iracundo. No insistí. Le di los plásticos y en un recibo de Mc Donald le anoté las claves de acceso a las tres cuentas.

El hombre se bajó dejando la camioneta con el motor prendido y con las luces intermitentes encendidas, algo torpe a mi parecer, pero yo estaba en sus manos y sólo me quedaba encomendarme a Dios para que no aparecieran héroes trasnochados ni patrulleros inspirados. El hombre tardó bastante, tanto que fue suficiente para que el ladrón más joven se fastidiara e intentara inocularme algo de aquello del Síndrome de Estocolmo. ¡Que va! A mí no me parece lógico ni mentalmente sano hacer empatía con quien te amenaza de muerte hundiendo un cañón en tu boca, te priva de tu libertad, te despoja del fruto de tu trabajo honesto, te mantiene en zozobra por un tiempo determinado y de quien no se sabe qué esperar. ¡Al diablo con los suecos y sus líos psicológicos!


Dada mi actitud renuente a entablar “una amistad”, el joven comenzó su guerra mental: “¿Tu sabes cuánto duele un tiro?” –me preguntó poco antes de dar pequeños golpes detrás de mi cabeza con la punta del cañón, luego lo puso en mi sien jugando con el percutor, el cual emitía un sonido similar al rechinar del roce de piezas mecánicas; hasta finalmente acercarlo a mi rostro estregándolo sobre mi nariz y mejillas- “¿Sabes o no? Yo sí sé, un tiro duele burda (mucho). ¿Quieres probar?”. –No, no hace falta, te creo- Le dije.

Hoy reflexiono y me pregunto por qué en ese preciso instante no sentía el pánico inicial del asalto, siendo ese, si se quiere, el momento cumbre de las amenazas de muerte que recibí. No lo sé, pero en ese momento no le temía a nada, me sentía invulnerable. Estaba en una especie de estado mental de arrogancia extrema en el cual, tal vez, mi típica actitud de superioridad ante todas las cosas y todas las gentes me hacía creer que ese joven no se atrevería a matarme a mí, tal vez a otros sí, pero a mí no. ¿Valiente? No, en ese momento no eran “bolas” o “cojones”, en ese momento, válgame Dios, era prepotencia.

“¿Entonces tu eres periodista?”, preguntó. “Sí”, le dije. ¿Y profesor de la universidad?, siguió. “Sí”, le confirmé evitando que me descubriera mintiendo, como lo hicieron cuando me preguntaron si tenía un arma en el vehículo y yo me negué. Segundos más tarde hallaron la pistola Taser (Stun Gun) que ocultaba en la consola central de mi Tucson. ¿Por que no me electrocutaron con mi propia arma? Tal vez porque no les había dado las claves de mis tarjetas, o porque el joven asaltante no supo quitarle el seguro y, por supuesto, yo no le iba a enseñar cómo… CONTINUARÁ.

viernes, 15 de febrero de 2008

“¿Tu sabes cuánto duele un tiro?” (De la serie Montaña rusa)

Parte I

Fabricio necesitaba cambiar de turnos ese día para resolver un papeleo de la venta del Jeep. No me negué, nunca lo hago, yo soy así. Al final pensé que llegar algún día a casa antes de la medianoche no me caería nada mal, es decir, sería bueno para los dos. Ese miércoles 23 de enero de 2008 pensé en ver mis programas favoritos en horario estelar: Standoff, Law & Order, CSI. Poco podría imaginarme que ese día viviría mi propio capítulo en una trama de acción como las que tanto miro en la TV.
Todo ocurrió alrededor de las nueve y media, la noche era clara y estaba ambientada con la brisa fresca de enero. Había poco tráfico, tal vez por ser día festivo nacional. Fue como un alivio para mi agotada existencia laboral ver comercios abiertos al salir de mi turno, nunca pasa, menos en esta ciudad donde hasta las panaderías las cierran a las seis de la tarde. Esa noche comprendí por qué.
Once minutos después de abandonar la oficina ya estaba entrando a la urbanización donde vivo, un conjunto de quintas variopintas, que desde sus fachadas demuestran la diversidad de “bolsillos” que aquí cohabitan. Es un buen sector, de clase media trabajadora, la mayoría familias grandes con perros y carros en el garaje. Estoy instalado, en un anexo alquilado, desde que se litiga mi divorcio. Es muy cómodo. Acá se cuenta con todos los servicios.

Como es mi costumbre, ya cercano a la casa llamé desde el teléfono móvil a mi enamorada. Es un método de doble finalidad: la primera reportar mi llegada “en buen estado” al anexo y tener la última conversación del día. Luego de dar una vuelta “de reconocimiento”, para percatarme de que no habían riesgos de seguridad, mientras charlaba por teléfono estacioné mi Hyundai Tucson en la calle, al frente de la quinta, donde siempre. Cerré el switch, puse el “trancapalancas”, descendí y no di más de cinco pasos hasta la reja. Metí la llave en la cerradura sin interrumpir la conversación, giré la llave, abrí y entré. Sólo faltaba un centímetro para que la puerta cerrara cuando, de manera atropellada, un hombre que segundos antes salió de un carro que permanecía estacionado a pocos metros, impidió a empujones que se trancara la reja. Entró como descontrolado, violento, en su mirada se vía una mezcla de miedo y convicción, se le notaba que en esa dualidad de sentimientos era capaz de cualquier cosa, y de eso no me quedaron dudas cuando, para que dejara de hablar por el celular, introdujo el cañón de la pistola en mi boca.

- ¡Ptssssssss! Cuelga la llamada, cuelga la llamada o te mato. -Me ordenó tratando de susurrar para que los dueños de la casa no notaran lo que ocurría, pero era demasiado tarde. Los perros habían desencadenado el escándalo-.
- ¡¿Qué pasa ahí?!, -gritó mi casero golpeando la puerta de madera que lo separaba de mi dramático escenario-.
- Nada, Oscar, tranquilo… no pasa nada -alcé mi voz temblorosa tratando de evitar que esa puerta se abriera y ocurriera una desgracia-.

Luego de registrarme para asegurarse de que no estaba armado, el asaltante afincó en cañón en mi espalda y me obligó a salir de la casa. “Abre la camioneta”, me dijo, “móntate, móntate”. Tal vez sin pensarlo pero de alguna manera seguro de que la apuesta me saldría bien, decidí tomar el control del asunto apoyado en el pánico que por los poros manaban, tanto el hombre de la pistola como el joven que nos esperaba afuera, su cómplice. Les dije que si la gente de la urbanización, lo veía tras el volante levantaría sospechas, por lo cual en cuestión de segundos lo convencí de que lo mejor era que yo condujera. Y así fue.

Encendí el motor sin quitar el “trancapalancas”, lo cual puso nerviosos a los asaltantes, quienes, cuando les dije que debía cerrar el switch para quitar el seguro, pensaron que era una forma de dilatar el secuestro. Volvieron las amenazas de muerte y volví a ver de frente el fierro cerca de mi rostro. Olía a aceite 3 en 1, vi la marca: era Beretta, probablemente de calibre 9 milímetros, no creo que menos.
Fueron segundos que parecieron siglos, entre el momento en que dije lo que dije y el momento en que les espeté con convicción: “si no saco el seguro no podremos arrancar”. Mis ojos no dejaron de mirar los del hombre de la pistola. Accedió.

Luego de salir de la urbanización, me exigieron, ya en un tono más sosegado, que detuviera la marcha y que me cambiara de puesto. Todos nos cambiamos. Yo quedé adelante, de “copiloto”, el hombre se puso tras el volante y el joven se fue a la parte trasera. Allí el hombre le entregó la pistola y le recordó las instrucciones: “si intenta algo mátalo, si se pone Popy (payaso) mátalo”. “Noooo, yo creo que él sabe que si inventa, si loquea, es hombre muerto, ¿verdad?”, me preguntó el chico mientras acariciaba la punta del arma en la parte posterior de mi cabeza.
Les dije que conmigo no tendrían problemas, que iba a colaborar con ellos. Fue cuando el hombre reveló sus intensiones: “Si te portas bien todo va a salir bien y esto terminará rápido. Nosotros sabemos que tu trabajas para ganarte la platica y por eso no te vamos a quitar la camioneta, no queremos la camioneta, lo que queremos es dinero. Vamos para un banco y vas a sacar todo el dinero que tengas disponible, después de eso te dejamos ir tranquilito. ¿Trato hecho?” –Preguntó, a lo que respondí de la única manera que podía- “Trato hecho”. Total, la oferta era alentadora si tomaba en cuenta que, si me negaba o los hacía sospechar que no conseguirían su cometido, iba a pasar de ser reportero de sucesos a titular de última página… CONTINUARÁ

Montaña rusa

A continuación haré una serie de post titulada Montaña rusa, haciendo alusión a lo que, según siento, se ha convertido mi vida desde hace unas semanas. Dicen que cuando las cosas malas llegan, te llegan todas juntas. Hoy día estoy atravesando una severa tormenta, lo cual es la principal razón por la cual he mantenido mi Cantina con la santamaría abajo por tanto tiempo, y por ello me disculpo.

Sobre esta serie quiero aclarar que, a diferencia de lo que normalmente escribo, los siguientes son hechos reales, no impersonales. Todos y cada uno de estos eventos me ocurrieron o me están ocurriendo en este momento histórico de mi vida.

Atentamente: El Cantinero